Por: Martín Guevara
En estos días se conmemora un aniversario más de la muerte del Che en Bolivia. Cada vez que se acerca esta fecha me asisten una serie de recuerdos a los cuales los rayos de la perspectiva en el tiempo han dotado de la gracia propia de la anécdota que se desvía del convencionalismo, pero que no obstante en su momento consiguieron demostrarme la calidad y consistencia de un constante agobio.
En uno de los aniversarios, vivía en La Habana y no estaba lo que se llama adaptado a la vida prolija en sociedad, era una especie de marginal según me decían, un lumpen, era un desclasado social que no conseguía adaptarme al inmovilismo y la falta de libertad del mal llamado socialismo en Cuba, sumado a la danza de incomodidades típicas de los adolescentes tardíos y aderezado por una vehemente reacción a las conductas convencionales, que en mi caso, estaban regidas por un enmohecido sistema de falsedades que componían la pretendida superioridad moral de los ángeles de izquierdas y los santos comunistas
Un día en que hasta yo mismo habría apostado que no aguantaba ni un trago más de ron sin desplomarme en el acto, me levanté sin embargo de la banqueta de la barra del bar del Hotel Capri en el barrio de El Vedado, del cual mis amigos se habían ido, dejándome con mis monólogos, tras intentar en vano por todos los medios persuadirme de que no bebiese más, y me dirigí al Hotel Habana Libre, donde había vivido cuando era un crío, a tomarme las últimas copas en compañía de los recuerdos de mis primeros años en la isla. Caminé dando tumbos, agarrándome a cada poste como en las caricaturas de beodos, y cuando conseguí llegar a la puerta del hotel tras un rodeo de zigzags y dobles visiones, perdí el equilibrio una vez más pero esa vez no encontré poste alguno y me fui de bruces al suelo de mármol, frente al buró de la entrada donde se apostaban los guardias que impedían entrar a los cubanos.
Habría ganado la apuesta.
Cuando desperté, había una ambulancia, dos enfermeros, y un hombre menudo, con cara de buen tipo hablándome de manera calma, preguntándome cómo estaba. Me dijo que me llevarían al hospital que él dirigía, me dijo que el hombre de la entrada le había dicho “quién era yo” (es curioso hasta el punto que la gente tenía asumido que yo no era otra cosa que sobrino del Che) y que quería que fuese a la clínica CENSAM, en Jaimanitas. Los enfermeros iban a proceder a mi traslado, pero me negué rotundamente, le dije que no, que no en ese momento. Entonces me dijo que quería mi compromiso de que lo visitaría, me dio su tarjeta, era psiquiatra y dirigía aquella clínica para funcionarios del Ministerio del Interior o familiares de dirigentes con problemas en sus procesadores.
A la semana, cuando asistí, tuvimos una larga charla en la que me preguntó si me daba cuenta de que ese día que me había caído era el 8 de octubre, el día del Guerrillero heroico, el día que mataron a mi tío. Le dije que sí pero que no veía la relación, le comenté que yo tomaba ron diariamente, era mi somnífero. Y que no creía que esa fecha fuese el motivo de mi malestar, un poco desconfiado de todo estudioso del cerebro que no fuese psicoanalista freudiano. Me recomendó también, que respetase más mi apellido de cara a los demás, ya que yo provenía de una estirpe revolucionaria.
Me arrebujé en el cómodo sillón de su oficina climatizada y me dispuse a responderle:
-No se confunda doctor, la rara avis de mi familia era mi tío, no yo. No sólo no provenimos de una larga estirpe de revolucionarios, sino que quizás nada habría sonado peor a los oídos de los antepasados de mi padre que la conjunción de las palabras: expropiación y distribución del patrimonio.
-Cuando los Guevara y los Lynch llevaban algunas generaciones de argentinos y cuidaban sus campos con celo sin tolerar holgazanerías de peones ni criados, Rosas les había confiscado sus tierras en la vecina Mendoza con parte de los futuros demócratas argentinos como Mitre, Alberdi o Sarmiento. Una tarde, a principios de 1848, estaban el teniente Lynch y los hermanos Guevara, junto con Sarmiento, discutiendo el acontecer político según las noticias que atravesaban la cordillera, y llegó corriendo un compatriota para decirles algo sensacional; ¡en California se habían descubierto unas minas de oro fabulosas!, todos sintieron la llamada del atractivo metal menos Sarmiento que ya era un hombre maduro y sabio y les advirtió: “Antes de que lleguen a California el filón de oro se habrá agotado”, pero la juventud es enérgica y felizmente desoye consejos, así es que semanas más tarde provistos de un bergantín de dos mástiles los aventureros ponían la proa a San Francisco. Allí reinaba un desorden indescriptible, los hermanos y amigos consiguieron vender su bergantín, los Guevara se dirigieron a Sacramento donde estaba el paraíso prometido, y Lynch decidió quedarse en San Francisco por haberse casado con Eloísa Ortiz, abrió no obstante un negocio no apto para matrimonios, aunque sí para casados, el salón “Placeres de California” y la fortuna le acompañó más que a sus amigos que debieron retornar a San Francisco, extenuados y pobres, Lynch les dio trabajo en el Salón de los Placeres, y allí conocieron a Guillermo Castro, un aristócrata del lugar, casado con la nieta de Peralta ex virrey de la Nueva España, hoy México, que era dueño incluso del Gran Cañón del Colorado, ellos se aplicaron el beneficio de ese dicho castellano que reza: “no hay bien, que por mal no venga”. Unos años después de la caída de Rosas a manos del general Urquiza volvieron los Guevara a Argentina, Lynch volvió unos años después con su amplia familia, había tenido diecisiete hijos y una fortuna considerable. Naturalmente les fueron devueltas a ambas familias, ya unidas por sangre, las tierras otrora confiscadas. En realidad esas tierras no eran de uno ni de otros, sino de los aborígenes que crecieron con ellas, con sus volcanes y llanuras, los mapuches, los mismos que cuando debieron abandonar sus casas y animales no contaron con un bergantín para rastrear el oeste norteamericano en busca de oro, ni parecen haber sido tan sagaces como para ocurrírseles lo del salón de los placeres.
-Lo cierto es que estos jóvenes, a la postre mis tatarabuelos, cabalgaron el oeste en busca del metal estrella de todos los tiempos. Tuvieron muchos hijos allí como era costumbre entonces y varios de los hermanos Guevara se casaron con hermanas Lynch, las familias estaban encantadas porque pudieron mantener la identidad argentina a pesar de la lejanía y los años, sin descuidar las cuestiones sociales. Habían mantenido la mezcla entre familias patricias y fundadoras de Argentina, habían permanecido en los valores de la lealtad, pero poco pudieron legarle al Che o a criatura alguna en materia de respeto a los derechos humanos, a la igualdad de razas y de clases ni de distribución de riqueza alguna. Aunque sí en materia de aventuras y en la sensación celular de estar siempre con los petates listos para una partida de emergencia, y de tomarse la vida como si se tratase de un caballo brioso.
El doctor no hizo comentario alguno al hilo del relato, se quedó mirándome y me preguntó si me interesaba ingresar allí para tratarme, e insistió nuevamente en su contradicción, en que la luz perfecta, impoluta de la imagen de mi tío ponía aún más de relieve los defectos y malformaciones de mi personalidad, a la vez que me reclamaba un comportamiento más honroso para con aquel haz de luz.
No sé si a causa de mi desconfianza de todo estudioso del cerebro freudiano o no, o por el arraigado ejercicio guevariano de cuestionar todo, le dije que aceptaba su invitación a esa hermosa clínica donde seguramente encontraría maneras de entrar botellas de ron camufladas, pero jamás podía ver a mi traicionado, solitario y manipulado tío como fuente de luz alguna, sino al contrario, desde que supe de su existencia creía vivir bajo su sombra infinita, eterna, proyectada desde la hiperquinesis de un fantasma que huía de sus antepasados.