Obituario para Bebo Valdés y el Linyera

#ADNGuevara

 

Las estatuas, las banderas y los escudos me parecen sitios inmejorables para el descanso y la evacuación intestinal de los pajaritos; pero para poco más.
No conozco ni una persona que tenga en su vida a un referente que provenga de la adoración institucional. Recomendaría ser muy cuidadoso con la elevación a condición de mito o con la canonización de los valores que uno atesora, porque es esa precisamente la mejor manera de deshumanizarlos y hacerlos desaparecer.

La estatua y el pájaro

En el caso estrictamente personal, nunca tuve un ídolo conocido por las masas, aparte de Sandokán, Batman o Martín Karadagián.

No me defino como  entusiasta de las efemérides, sin embargo por estos días falleció Bebo Valdés, una explicación viviente, una respuesta tangible al interrogante de por qué un “oreja de madera” como yo, podría tener acceso a disfrutar de la música tanto como la disfruto. Un ejecutor de esa música que dotó de sentido y sello al siglo XX, la verdadera rebelión de lo popular en el arte frente a lo convencionalmente culto del arte eurocentrista, con el permiso de entrada al latido del corazón, al pasito para adelante y al pasito para atrás, a la cadera bamboleante entre tanta cuerda y viento, entre tanta armonía, que sin embargo tuviere al francés Claude Debussy como el europeo propulsor del tesoro sonoro americano  aunque en su caso subyugado por la percusión oriental al incluir el sonido del gamelán y del gong en alguna de sus piezas, seguido en el otro lado del océano de la magia del Ragtime, del Scat, de los ritmos del Mississippi y de Nueva Orleans, que en Cuba tenían también a sus ritmos primos hermanos cociéndose con el meneo del tiempo, descendientes de antecesores comunes, así como en Brasil el Pagode legó sus vástagos y en Jamaica lo hiciera el Calypso.

Jelly Roll Morton auto proclamado inventor del Jazz

Bebo, proveniente del país más musical del cual se pueda tener una idea, que estableció una relación con esos primos de la América del Norte, logrando una síntesis aún mayor entre las músicas de las dos orillas, que sus contemporáneos Chano Pozo o Mongo Santamaría, incluso sin porponérselo.

Bebo Valdés

Y aún cuando sintiese el deseo de honrarlo con algunas palabras el día se su fallecimiento, aún cuando sobre él pesó la locura de un régimen que culpabilizaba a los ciudadanos que querían establecerse en el exterior y los estigmatizaba con el nombre de “gusanos” o la apresurada definición de “malos cubanos” impidiéndoles abrazar a sus hijos, regresar a su tierra, exigiéndoles romper todo vínculo emocional con la isla, aún cuando me hubiese gustado subrayar que al final de su vida dejó en evidencia a todos esos pequeños represores solamente con la naturalidad de su grandeza,  me abstuve de honrarlo con lo que no pasaría de ser una esquela al uso. En cambio, su hijo Chucho Valdés con los Irakere así como B. B. King o Jimmy Page, abrieron para siempre una pequeña brecha en el tapón natural que protegía mis oídos de cualquier confabulación sonora.

Chucho Valdés con Irakere

Acaso el ser que más admiré en mi vida adulta y del cual más cerca y lejos me sentí a la vez fue un linyera, un vagabundo que casi no hablaba, miraba de manera profunda y rara vez sonreía, pero cuando lo hacía era resumiendo toda la locura de que era capaz en su cabeza universal para hacerme estremecer en tan sólo una mirada que no expresaba queja, ni llanto, sino que revelaba la profundidad de los más temidos abismos, la pérdida de nuestra sobrevalorada razón, y que tan sólo guardaba un punto de conexión con el mundo del orden y la lógica a través de un endeble hilo, casi como obsequio a nuestra pusilanimidad, por piedad con la estrechez de horizontes de los “cuerdos” y nuestros heredados sistemas insuficientes, atávicos, raquíticos, destinados a encuadernar, clasificar y guardar en un cajón la maravilla de la vida.

La “maravilla” entendida como el extremo de lo deseado y de lo temido.

Un viejo vagabundo ( I. N. Kramskoy)

De la infinita amplitud de sus pupilas en las miradas de más expresividad demencial, de mi sensación de estar suspendido en otra dimensión al observar sus ojos cuando reía, de la pequeñez en la que me veía convertido una vez que había abierto la puerta de una existencia infinitamente más libre y personal a través del picaporte de sus pupilas,  del embrujo y la mezcla de paz y perturbación que me rodeaba esa invitación a abandonar mis propios anclajes con la miseria que damos en llamar “realidad” , es que nació mi inmensa gratitud  a su entrega, a lo que representaba que aún desde ese universo, decidiese a través de aquel hilo tenderme una mano y comunicarse conmigo, con un pobre ser del estrecho mundo de los atrincherados en las certezas más primitivas y que incluso me regalase la evidencia de algún tipo de nostalgia, posible aunque improbable, de este lecho de artificios.

Martin Karadagian y el Caballero Rojo

Nunca supe el nombre del ciruja loco, pero compartí albergue con él, nunca me habló de nada que se pudiese reproducir, apenas recuerdo otra cosa que su cara y nunca supe el día que nació, pero yo era el único con el que compartía sus cigarrillos armados, en cierta forma sabía que sería para siempre una especie de héroe para mi, algo así como  Batman,  Sandokán o Martín Karadagián.