Por: Martín Guevara
Cuando me repuse de lo más pesado del mareo, intercambié saludos de gratitud con el extraño ser que me había asistido. Me dejó una tarjeta con su nombre, el teléfono directo y la dirección del Hospital psiquiátrico que dirigía. Me invitó a visitarlo y a que no dudase en pasarme una temporada en sus instalaciones si así lo requiriese.
La verdad es que sólo dejé pasar algunos días por mantener cierto decoro, y en cuanto consideré que ya era adecuado, me vestí, me perfumé con colonia búlgara y fui a ver al doctor P.
En cuanto le dije al taxista: _ A la clínica del CENSAM, Centro de Salud Mental, me preguntó ¿tiene usted a alguien ingresado allí? Me extrañó ese excesivo trato de respeto, en el ámbito tan coloquial de un taxi habanero, y le respondí – No, voy a ver al director, ¿por qué lo pregunta? No, nada, era porque ahí sólo hay “pinchos”, generales, oficiales del MININT, ministros, o familiares cercanos de estos. No le expliqué nada pero me quedé pensando, que si era así no debería estar mal. Claro que estaba el tema ese de los militares y toda esa paranoia y alergia que me producían.
El taxi me dejó en la puerta de entrada, en Jaimanitas. Era un complejo de edificios nuevos, chalets y cabañas, distribuidos cuidando el entorno, y su belleza, salpicados de jardines por doquier, atravesado por el río del mismo nombre que el pueblo, que iba a desembocar al mar. Llegué a la oficina del doctor P., me recibió con un café y con un apretón de manos cálido. Me explicó que el tratamiento constaría fundamentalmente de descanso y medicación, con horas de terapia de grupo, y sesiones de terapia individual. Con tiempo para ejercicios, para cine, y muchas horas de ocio medicado con amitriptilina y otros sedantes. La mayoría de los hospitalizados allí, estaban por un exceso de celo en sus ocupaciones, aunque yo pensaba más bien que las cosas que habían tenido que presenciar, o hacer, no les dejarían descansar en paz nunca en sus vidas. Dimos un paseo largo por las instalaciones en el cual me explicó que era cada cosa, en ese complejo que de primera impresión era tranquilizante. Nos cruzábamos con hombres y mujeres en pijamas que caminaban con los brazos caídos, inmóviles, a los costados del cuerpo, como zombis. Esa era la sección de los que volvían de alguna guerra, en la que estuviese envuelto el ejército cubano, las llamadas misiones internacionalistas, que se diferenciaban de las invasiones imperialistas, solo en los prefijos de las palabras, imperialistas e internacionalistas. Había un hombre, me explicó, que había perdido las manos y los ojos por la explosión de una granada, en África, y la mujer que lo llevaba del brazo era su madre, ya que la esposa un tiempo después de su regreso no podía soportar y lo abandonó, Me pidió que no me alarmase, que aquella era la sección dura.
Yo estaría en las cabañitas, junto al río, la piscina, la mesa de billar, la jaula de pájaros y tendría una cabañita con una habitación amplia y muy bien climatizada. Cuando vi mi área, volví a tomarme un tiempo por dignidad para decirle, sí doctor, me quedo aquí. En los minutos que llevaba allí, podía decir que empezaba a sentirme mejor pensando en una amitriptilina, los paseos por los jardines y partidos vespertinos de squash. Luego me llevó a una casa blanca con una piscina de mármol, flanqueada por las estatuas de dos leones, en posición de vigilia, se notaba que esa parte había sido construida antes de la Revolución, porque aunque todo lo demás era muy correcto estéticamente, la diferencia de calidad de la casona era notable en su favor. Y me dijo. -Martín, esta parte pertenece a la casa original que había aquí antes de que esto fuese una clínica; era propiedad de Al Capone.
Si ya estaba decidido a irme allí todo el tiempo que pudiese quedarme, este detalle terminó de convencer a esos pequeños flecos de sospecha. M llevó al área deportiva y luego al comedor, que expelía un aroma digno de restaurantes cinco tenedores. Y me dijo, _es hora de comer, ¿me acompañas a almorzar? Le dije _ por supuesto, y considere este, el primero de mis almuerzos, en esta, la clínica que usted dirige. Nos dimos la mano, como si cerráramos un trato comercial, tomé mi almuerzo. Y al día siguiente regresé con un bolso Adidas deshilachado que además de las cosas que le metí dentro siempre llevaba adosado, casi formando parte de este,dos pares de calcetines de deporte y un libro de Carpentier: Dos novelas, también una caneca de ron, pero esa la tuve que dejar.
El mareo, la resaca , el eco mezclado con un miedo hiriente, refinado, puntiagudo y finalmente el frío.
El lugar estaba preparado para que cayese un torrente de paz sobre los hombros de personas con sumo estrés. Había muchos sobrevivientes de las guerras de se habían librado en África, pero también había militares y personal del MININT de alta graduación o de puestos muy exigentes que estaban extenuados por diferentes razones. Había mayores, coroneles, jefes de guardaespaldas de altos cargos que estaban allí a causa de años de estrés, de no dormir, de tener que cambiar de súbito las rutas, los itinerarios, una y otra vez para impedir atentados verdaderos o imaginarios propios de la paranoia que todos vivían a todo nivel por diferentes causas. Esa tremenda presión se terminaba traduciendo en ausencias de la casa, en no ver crecer a sus hijos, divorcios, hasta que se bloqueaban y precisaban de la internación en la clínica pro alcoholismo o depresión.
Yo siempre tuve la leve impresión de que además a ellos los concurría un motivo extra que era el haber sido participe de muchas cosas ocultas, de haber observado de primera mano, los nervios, el día a día, las decisiones más controvertidas, sin poder comentar y ni siquiera pensar en que las habían escuchado. Tanto tenía pinta de ser así, que sus ojos revelaban el temor a hablar, cuando ya sentían el calor de la amistad se los notaban temerosos, desacostumbrados a tanta tranquilidad a tanto tiempo para pensar y tal era la manera en que yo lo percibía que no quería escuchar ninguna historia de sus esferas de trabajo, se podía sentir la carga eléctrica en cada instante en que se aproximaban a esos temas. De hecho me contaron anécdotas comprometidas de varios dirigentes altos dela Revolución, pero se cuidaban mucho de no decir ni palabra de Fidel, en ello les podía ir una afeitada del pescuezo muy apurada.