“Magia, zapatitos de cristal, calabazas que se convierten en carruajes, duendes que se esconden en los bosques, niñas tan chiquitas que pueden volar en gorriones, casas hechas de dulces, princesas que encuentran a sus príncipes cuando ya no los están buscando…”.
Mi historia con la magia comienza de una forma muy peculiar. El secreto reside en un árbol con un gran agujero en su corazón del cual los pensamientos se convertían en las más bellas historias que jamás hubiera podido encontrar en un libro de cuentos y que ahora comenzare a relatar…
Había una vez en un pueblito muy chiquito rodeado de montañas, una casa muy grande que se llamada “La Caledoña”. Estaba rodeada de campos de avena color dorado y sin ninguna casa vecina, como si estuviera perdida dentro de los ramajes. Para llegar al pueblo había que cruzar por un puente de madera un arroyo con mucha corriente y grandes piedras. Tenía solo cinco años cuando fui a vivir durante todo un verano con mis papas y mi hermanita Paula. Además de nosotros, se sumo para vivir en la casa, una familia amiga de mis padres que tenían dos nenes y una nena; los cuales se convirtieron en tíos y primos postizos por la cercanía en el trato.
La Caledoña era una casa antigua, de más de cien años. Los fundadores del pueblo habían decidido construir una casa de verano alejada de este. Así fue como fue pasando de generación en generación hasta quedar durante varios años desabitada. Ese año habían decidido alquilarla después de varios arreglos que le habían llevado a cabo. La entrada de La Caledoña, tenía un gran portón de madera con un cartel colgado con su nombre escrito. Un caminito de tierra te conducía a una gran galería que se desplazaba alrededor de toda la casa hasta observar la puerta de entrada. En su interior, techos de gran altura y variedad de cuartos se desparramaban horizontal y verticalmente. La casa contaba con un molino que proporcionaba el agua fresca. Había un tanque que era utilizado como pileta para refrescarse del calor seco que predominaba.
La casa era tan grande que los padres de ambas familias dieron permiso a los chicos para elegir uno de los cuartos para que sea exclusivamente para ellos. Así fue como después de recorrer toda la casa elegimos un comedor muy amplio con grandes ventanales como tablero para nuestros juegos. Allí los grandes no tenían permiso de entrada, así el cuarto se transformaba continuamente sin cambiar de lugar, viajaba al compás de la imaginación de estos cinco niños que jugaban a ser piratas, extraterrestres o villanos de historietas. A veces, dábamos vueltas los sillones y los convertíamos en naves galácticas, siendo las patas de madera los controles de estas o los amontonábamos construyendo torres que se asemejaban a rascacielos. Los almohadones podían ser desde armas poderosas hasta el trono de un rey. Las mesas del lugar se transformaban en casitas y en helicópteros según el juego elegido para esa tarde. La imaginación reinaba por doquier y de la nada podíamos construir un mundo con elementos concretos y de uso cotidiano, solo había que definirlo para que se convirtiera en otra cosa.
La casa era una especie de paraíso para nosotros, ya que todo estaba permitido allí. Podíamos hacer ruidos a la hora de la siesta ya que los cuartos de los padres se encontraban muy alejados de los nuestros; pasillos y baños interminables separaban un ambiente del otro. Las nenas podíamos patinar por toda la casa sin problema, ya que los pisos eran de mármol y no se rayaban. Así Florencia, Paula y María -la que relata- nos levantábamos con los patines de tres ruedas como zapatos y andábamos durante todo el día con ellos; nos deslizábamos por todos lados, creando pasos y coreografías con estos y dando mas elementos para nuestro ensueño.
En la parte trasera de la casa había un jardín con flores de todos colores, dos hamacas antiguas que todavía podían utilizarse, y un pequeño bosquecito que parecía que había que pedirle permiso a los árboles para poder entrar. Para acceder a él había que pasar por el viejo garaje de cosas perdidas, el cual ningún mayor entraba por las telarañas y polvo que poseían las cosas en su interior y que podían observarse por una pequeña ventana que tenía. Era toda una aventura para nosotros, los niños, llegar al bosque donde jugábamos a las escondidas y nos trepábamos por los árboles.
Pero lo que mas me llamaba la atención era uno de los árboles que tenían un gran agujero en el centro y que mostraba que era muy viejo aunque eso no le hacia perder la fuerza de sus ramas que se mostraban frondosas. Mi interés residía en que ninguno de los dos niños podía treparse por sus ramas como si estuviera encantado, ya que por más esfuerzo que ponían era como si el árbol los expulsara.
Así fue como todas las tardes después de armar los ramitos con flores para los jarrones y floreros de toda la casa iba a escuchar las historias que el árbol me contaba. Era toda una ceremonia para mí. Primero que nada miraba el interior del agujero queriendo encontrar alguna hada dormida o algún duende escondido detrás de algunas de las ramitas que se observaban en el hueco de su interior. Luego me sentaba muy cerquita del mismo y cerraba mis ojos para empezar a escuchar las historias que empezaban a fluir como brisas en mis oídos. Cada día era una historia diferente, a veces las hadas madrinas se congregaban para escribir los nuevos conjuros mágicos para poder seguir ayudando a las princesitas perdidas o desorientadas de todo el mundo. Otras veces, las voz dulce de las brisa me contaba que había encontrado en la buhardilla de un castillo abandonado en tierras lejanas, un baúl antiguo con vestidos, joyas y objetos del pasado mas remoto. Entre todas esas cosas, había una foto de una doncella, que llevaba un diario escrito con pluma de color escarlata. Allí contaba los secretos de un amor eterno que no podía concretarse porque sus padres no la dejaban comprometerse con un muchacho sin titulo nobiliario. Así fue como una noche se escapo con su baúl lleno de sus recuerdos para nunca más volver. Deambulo hasta terminar convirtiéndose ella misma en ese viejo baúl donde en su interior se guardaban las riquezas más bellas que cualquier persona quisiera desear pero su exterior reflejaba abandono y tristeza ya que nunca más pudo ver a su amor. Solo en atardeceres encantados la doncella podía salir del baúl para jugar con su interior olvidándose de que alguna vez pudo vivir un amor y prefirió dejarlo sin luchar, transformándose así en un alma vagabunda, deseosa de algo que en su momento no aprovecho. Otras tardes, llegaban luciérnagas a mi alrededor y se convertían en pequeñas niñitas con sombreritos linternas que me hacían entrar por el agujero del árbol pudiendo llegar a un mundo mágico con puentes y castillos dorados con flores gigantes de muchos colores y arco iris en cada una de las hojas. Mostrándome los secretos escondidos del interior de este árbol tan especial para mí. Las luciérnagas iluminaban lo que deseaba ver.
Al cabo de un rato, de escuchar las historias que me contaba mi árbol mágico me levantaba y miraba nuevamente en su interior queriendo buscar al responsable de los cuentos tan maravillosos que acababa de escuchar. Pero por más que buscaba una y otra vez, nunca encontraba nada, a veces una flor que seguramente el viento había llevado volando o una ramita nueva que surgía de la nada. A nadie le contaba mis tardes escuchando al árbol encantado ya que era un secreto de los dos que quería ser guardado.
Los días pasaban entre juegos y aventuras. Ese verano, aprendí a andar en bicicleta sin rueditas. A pesar de los golpes tuve la persistencia para seguir probando. Mantenerme sin el sostén de las ruedas a las que estaba acostumbrada me costo tardes enteras. Nunca me hubiera imaginado el trabajo que lleva lograr el equilibrio, pero el deseo de poder alcanzar a mis primos en las idas al pueblo prevaleció para concretarlo.
Era una época en donde las serpientes las confundíamos con palos de madera, donde el arroyo era la piscina mas grande del mundo, donde al escalar un cerro creíamos haber cruzado la cordillera de los andes. Las arañas y alacranes eran visitantes comunes en la casa y habíamos perdido el miedo de encontrarlos. Todos los días había una aventura nueva, si no íbamos a pescar mojarritas al arroyo, agarrábamos los bichos canasta que encontrábamos en el piso y los devolvíamos a las ramas de los árboles pensando que eran bebes que se habían caído de su cuna. Jugábamos en el puente colgante del club de golf que tenia el pueblo o armábamos casas imaginarias dentro de los limites de los grandes sauces que delimitaban la cancha como si fueran grandes panales de abejas los imaginábamos. Los cuentos que me contaba el árbol del agujero pasaban desapercibidos entre la magia de todos los días que acontecía en ese verano. La realidad era mágica en ese entonces.
El termino del verano trajo consigo la enfermedad de uno de los niños de varicela, provocando que todos los integrantes de la casa cambiáramos la rutina diaria dado que el pequeño estaba en cuarentena, no podía salir. Así fue como una noche las dos familias decidieron armar un show para entretener al enfermo. Cada uno ocupaba un papel en una opera casera que se armo donde Ramiro-el hermano del enfermo- se puso la malla amarilla de su hermana Florencia y se convirtió en una bailarina de ballet. De esta forma se transformo en el personaje principal de “Sueños de una noche de verano”. Mientras nosotras, las nenas, lo seguíamos por detrás copiando los saltos bruscos de este y los pasos ingeniosos del novato. La risa envolvió al enfermo y contagio a todos los protagonistas que lo acompañaban. El enfermo se curo a los diez días dejando en su haber unas cuantas marquitas en su rostro y a Ramiro y a mí contagiados de varicela, los cuales luego contagiamos a Florencia y a Paula. Así, tuvimos que regresar a mi ciudad unas semanas antes de lo pensado. Pero de alguna forma la varicela nos dejo a cada uno de nosotros marquitas en el rostro, cicatrices, para no poder olvidar lo vivido durante ese verano soñado.
FIN