Un amigo que se reconoce Nacional y Popular, que siempre votó al Peronismo, que es incapaz de ceder ante cualquier discusión que atente contra las ideas medulares del Gobierno actual, está indignado.
Me cuenta que es la tercera o cuarta vez que quiere comprar dólares con el dinero que tiene en su banco y que ha sido sistemática y recurrentemente rechazado, como si sus pesos estuvieran menoscabados y su capacidad de ahorro demostrada en el compromiso de años al depositar su dinero en la banca nacional, fuera burlada vil y burdamente.
—No te enojes —atino a decirle.
Mi amigo me clava la mirada. Y se queja.
—¿Cómo no me voy a enojar si jamás compré un dólar y mi dinero está en el banco hace años?
—No sos el único —le digo para aliviarlo—. Además, ¿para qué querés los dólares si no te gusta viajar?
—No es que no me guste viajar ni que sea antipatria. Es que yo con mi dinero hago lo que quiero y me veo vulnerado en mi libertad de decidir qué hacer con mis ahorros.
Pienso igual, nada nos precariza más que las limitaciones a nuestras libertades.
Trato de decirle que use los pesos. Que estamos en una época brillante, la instancia sublime del capitalismo. En la cima del materialismo. El consumo.
Y que si hay alguna manera de honrar la existencia del sistema capitalista, es agarrando todos los pesos que tenemos y liquidándolos con desesperación, vocación, compromiso.
Determinación.
Saña.
—Vivimos una época gloriosa en ese sentido, son tiempos de disfrute, placeres. De viajes. De darnos los gustos.
Mi amigo sonríe y me habla de la inflación descontrolada.
—¿Estás seguro que está descontrolada? —le pregunto.
Me mira desconcertado y dice que él quiere ahorrar, construir patrimonio. Progresar en el futuro. Asegurarse. Tener alguna previsibilidad por las dudas que falle el tema jubilatorio y que el ingreso de sus haberes le obligue a afrontar dificultades económicas en la vejez.
Le digo que en eso también estoy de acuerdo. Pero las fichas han sido dadas y ya están sobre el tablero.
—Hoy hay que honrar al capitalismo liquidando los pesos.
No importa que a uno le sobren quinientos, a otro mil, cinco mil o lo que fuera.
—Hay que darse los gustos —reafirmo.
Y le digo que si llegase a venir la recesión lo mejor que podemos hacer los argentinos es gastar el dinero para combatirla. Contrarrestarla.
Lo noto inquieto, molesto.
—En Estados Unidos no hay inflación —protesta.
—Es cierto —afirmo—. Y se emite a mansalva. Lo que pasa es que el dólar se usa como reserva de valor en el mundo y en muchísimos países lo utilizan para transaccionar. Por eso pienso que no presiona los precios. En cambio los pesos están para disfrutarlos.
Me escucha con atención, mientras me comprometo con esta espontánea perspectiva económica.
—Viéndolo de esta manera, los pesos nos instan a vivir el presente porque el futuro no les pertenece. Está en línea con la filosofía que tanto inculcan los gurúes de turno.
—Vivamos entonces —me dice.
Alzo el mate.
—Vivamos —respondo.
Y sellamos un pacto íntimo y comprometido, que quizás nos acompañe desde hoy para siempre.
Digo algo del presente, como para reafirmar el compromiso de abordarlo. De lanzarnos en él de por vida. Para vivir ahí adentro de una vez por todas.
Mi amigo se queda callado, con la vista perdida. Como si estuviera sumergido en un mundo interno, que busca respuestas esquivas.
Vuelve a mirarme. Me pregunta qué hago el viernes. Si tengo planes, si puedo salir a cenar.
Y menciona ese restorán que vamos muy de vez en cuando y que siempre nos arranca la cabeza.
.*¡Hasta la próxima!