Sin querer queriendo puede ser que me gane algún enemigo por decir lo que pienso y cometer en esa improcedencia el estímulo necesario para incentivar el enojo de quien percibe las cosas de otro modo, y se atreve a pensar que es el único modo posible de percibirlas, sin considerar que hay otro que puede tener otra mirada y creer en otra perspectiva.
Por supuesto no digo todo lo que pienso en forma impúdica, espontánea y sin ningún tipo de especulaciones, cierta cobardía me lleva a veces a alertarme, a advertirme que es mejor cambiar cierta palabra, ser más moderado, guardar la disciplina correspondiente y no mandar a todos a la puta madre que los recontra mil veces parió.
Lo cual sería realmente un atisbo de ira, de irracionalidad o mala educación, que muchas veces exhibe un comportamiento innecesario por donde se lo mire. Con lo cual es mejor menguarse, frenar los impulsos o los raptos salvajes, honrar la buena educación que me dieron en la infancia Martita, Susana, Sarita o Chungui, y cuidar las formas para no fomentar la grosería ni alentar el despropósito.
Lo que ocurre es que a veces cierta cizaña es necesaria para despertar la atención, lograr que alguien lea y creer en la ilusión de que la escritura incidirá para favorecer algún cambio positivo de la realidad que nos afecta a todos.
El tema es que muchas veces no hablamos de lo que tenemos que hablar y nos distraemos en temas interesantes pero pocos productivos, como son casamientos, romances y demás chusmeríos que suelen concentrar la atención pero no constituyen las urgencias con las que nos enfrentamos cada día, como por ejemplo las inundaciones que afectan y perjudican a tantos argentinos o la muerte que sigilosa nos aguarda a todos.
Sería bueno proponer hablar de los temas más urgentes, que muchas veces son también los más importantes. Si los desatendemos no vamos a hacer otra cosa que contribuir con nuestra actitud a dejarlos impolutos, inalterables e irresueltos, porque la energía la habremos puesto en cuestiones que no nos competen y no nos inciden en nada.
Quizás deberíamos preguntarnos muy bien en qué usamos nuestro tiempo y preguntarnos también si lo dedicamos a las cosas que nos afectan. De lo contrario, en vez de ser protagonistas del mundo que vivimos, corremos el riesgo de ser espectadores de vidas que ni siquiera son las nuestras.