Mi madre siempre tuvo ideas inquebrantables que construyó en las más disímiles de las circunstancias. Podía ser mirando Mirtha Legrand, leyendo una revista, escuchando a un doctor o alguien que se erguía como referente en alguna materia y era ensalzado por el conductor de turno, mientras se desempeñaba con naturalidad y maestría en alguna de las tantas notas pagas que los televidentes vemos por la televisión.
También podía ser que las ideas de mi madre provinieran de charlas difusas y tiempos ancestrales. Quizás la convicción de una tía o la afirmación determinante de una amiga eran motivos suficientes para tomar una síntesis que simplifique la realidad y decidir sostenerla para toda la vida.
De ahí es que mi madre tenía algunas certezas incuestionables, que la impulsaban a obrar sin el más mínimo atisbo dubitativo y a orquestar el mundo alineado con esas ideas directrices. Mundo que construía en esencia desde un amor tan incondicional como benevolente.
Eran diversas las ideas que adoptó y honró con su comportamiento. Por ejemplo la referida a las manzanas. Nada ni nadie le hará creer nunca a mi madre que las manzanas no son para la inteligencia.
Las manzanas no son para otra cosa que para la inteligencia. Y por eso jamás podían faltarnos a mis hermanos y a mí. Era mi madre la que aparecía cada día después de almorzar y cenar con el plato repleto de manzanas cortadas y peladas. Y éramos nosotros quienes las recibíamos como lo más natural del mundo.
-Para la inteligencia –decía.
Y nos embuchaba a voluntad.
La otra idea que era una verdad irrefutable, se refería al hijo del medio. No cabía la más mínima de las dudas que el hijo del medio estaba desventajado, vaya uno a saber por qué. Y no solo eso, también estaba azarosamente perjudicado por la naturaleza.
¿Por qué?
Porque era el hijo del medio y alguien en alguna nota televisiva o en alguna revista dijo con énfasis que ese niño estaba perjudicado y era el más sufrido. Y mi madre que no se anda con complejidades para vérselas con la realidad, bien supo a qué verdad atenerse.
El hijo del medio, qué duda cabe, está desfavorecido. Y de alguna manera es necesario atender a esa desventaja, morigerarla como se pueda y reparar la injusticia que atenta contra quien ha nacido en la mitad de la familia. Entre el hermano mayor y la hermana menor.
Mi madre estaba convencida que la naturaleza le había jugado una mala pasada al hijo del medio y que era víctima quién sabe de qué desgracia.
Esa concepción generó ciertos cuidados que parecían excesivos pero se correspondían con su verdad. Fui yo quien recibió la benevolencia de la condición del hijo del medio durante unos buenos años de mi vida.
Seguramente esa actitud cuidadosa hacia mi persona debe haber tenido alguna incidencia. Al igual que le habrá ocurrido a tantos hijos del medio que nacieron en la Argentina y en todo el mundo.
Cuando tenía 16 años, nació Paulita, mi otra hermana. Y fuimos cuatro.
Esa situación alegró el mundo y a la vez lo complejizó.
Nadie dijo nada en la familia, pero sospecho que mi madre se debe haber preguntado, ¿quién es ahora el hijo del medio?