Una de las actitudes quizás más deplorables del ser humano es la indiferencia. La decisión de desentenderse de aquello que reclama atención. Con la burda técnica de mirar para otro lado, simular que no se ha escuchado nada o recluirse en un silencio íntimo y precario, que evade la decisión de actuar frente a lo que demanda ser atendido.
Detrás de la indiferencia se esconde la comodidad, la decisión de no involucrarse y permanecer ajeno tanto como sea posible. Con la ilusión de que esa postura preserva de las incomodidades que implica comprometerse, evita asumir riesgos y tomar acción.
Creo que la indiferencia como posición estratégica ante la vida, es una decisión mediocre y repudiable. Pero es al mismo tiempo una decisión posible para quien quiera tomarla, recluirse en ella y ampararse en los beneficios que aporta.
Por el contrario, el compromiso y la decisión de hacerse cargo, es una posición virtuosa que acometen innumerables personas. Detrás de esa actitud se encuentra la determinación de enfrentar las circunstancias, de incidir en ellas y construirlas cada vez que sea necesario.
Los seres comprometidos son los que toman acción, son quienes con su postura construyen el mundo que los demás atestiguan.
Miran la vida de frente, en vez de reojos. Y se lanzan a vivir en ella.
Nada admiro más que a una persona que se juega por lo que piensa, obra en consecuencia y da la vida por construir la realidad que impulsa su convicción.
Esas personas virtuosas marcan la diferencia entre la actitud pusilánime de la indiferencia y la posibilidad de hacerse cargo de las cuestiones por las cuales vale la pena comprometerse, esforzarse y luchar.
Cada vez que veo a alguien que honra sus sanas convicciones y obra en consecuencia, siento que deberíamos agradecer por su existencia. Aun cuando su mirada del mundo, sus opiniones o ideas, diverjan o sean antagónicas con las nuestras.
Si tenemos la oportunidad de vivir, al menos seamos capaces de jugarnos por quienes somos.
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