Llego a la consulta con la ortodoncista en son de paz. Luego de discernir entre la posibilidad de asumir un espíritu combativo o creer mejor en la calma. La cordialidad que favorece a los buenos vínculos.
Son las 15.30 y toco timbre. Baja la secretaria, dice que llegué temprano, que hay poca gente en la calle. Que por el paro no anda nadie.
Le recuerdo que era la hora indicada, mientras me siento algo molesto porque otra vez es posible que registraran mal el horario acordado.
-Recién llegó la otra paciente –me comenta.
Y confirmo la estupidez humana. O la zoncera. O desatención, o lo que pueda decirse de alguien que indica que se esté puntual, a una hora determinada, ni antes, ni después. Justo en un horario.
Que al momento de honrarlo cambia, porque otra paciente llega, o llueve, o vaya a saber qué pasa.
No digo nada mientras me hablo a mí mismo y siento ganas de verbalizar lo que considero conveniente callar.
Subo el ascensor esta vez en silencio. Hoy no hay chistes. No hay nada.
Pero esa es una nimiedad, el motivo mayor del enojo es que un diente que tenía perfecto se ha desplazado para atrás. Y la culpa, obviamente, es del espíritu santo, que aunque a uno no se le hubiera ocurrido nunca, también ejerce la tarea de desplazar dientes sin que se le requiera tal servicio.
Espero estoicamente media hora y escucho mi nombre.
Me levanto del sillón y camino hasta el consultorio. Llego cordial, con la mayor de las simpatías.
Conversamos de cuestiones que atañen a la realidad y concordamos con algunas opiniones. Son pocas palabras pero suficientes como para generar un clima amistoso y no ir derecho al grano.
Me muestra un aparato para solucionar el problema. Lo observo, abro la boca. Lo prueba.
Es incómodo.
No digo nada, solo permanezco y le comento de otro problemita, que es que un diente está arriba del otro. Algo que tampoco tenía.
Escucho explicaciones espontáneas y cambiantes.
Hago las preguntas justas y precisas.
Percibo contradicciones elocuentes.
Y empiezo a pensar que estoy perdiendo el tiempo. Que es mejor terminar con el asunto de la ortodoncia cuanto antes y recuperar la situación que tenía.
-No quiero que te vayas desconforme –escucho.
Y explico en forma breve los motivos elocuentes de la disconformidad. Mientras me niego a aventurarme a nuevas e inciertas prácticas sugeridas, expresando el deseo de finalizar apenas se pueda con el tratamiento.
Recupero la cordialidad como puedo. Son pocas las palabras que restan, pero procuro que la persona no se sienta mal por su deficiente desempeño.
Fui yo el tonto que confió en un breve tratamiento para morigerar una pequeña desalineación. Y fue sin dudas el espíritu santo quien nos jugó una mala pasada a los dos.
Me llevo el enojo hasta el día siguiente.
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