Los Arbolitos de Barrio Norte

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Benditos sean los lugares de imprecisión, ámbito propicio para su aparición alrededor del ocho de diciembre: Accesos, halls, porterías. Espacios que suelen provocar sentimientos inciertos, acaso incómodos, y que, en vez de oficiar de momento intermedio entre exterior e interior, lucen más bien como pequeñas escenografías, ascéticas instalaciones donde se ensaya un teatro absurdo del vacío y de la nada.

En medio de toda esa falta de definición, nimbados de luz artificial made in china, los Arbolitos. Yacen firmes, siempre insomnes, campeando en la planta baja de cada uno de los edificios de ese lugar fantástico y lleno de indefiniciones y tensiones identitarias llamado Barrio Norte. Altos y bajos, grandes y chicos. Con luces intermitentes o permanentes, con y sin estrella en la punta, decorados con guirnaldas peludas, tiritas de colores, bochitas, trineos y pequeños papanueles sonrientes. Llenos de  renos veloces, moñitos y campanitas.

Desaparecen poco tiempo después, tan rápido como llegan. Se llevan consigo esa ambigüedad propia de los sentimientos de fin de año, tan familiar como difícil de describir, cuyo eco suele resonar durante semanas, hasta que nos olvidamos de las fiestas.