Por: Dino Buzzi
Éstos ¨artículos¨ se publicaron originalmente en el número #0 de la publicación Circular, editado de modo independiente durante el 2011 junto a varios amigos /colegas. Reaparecen aquí, editados, ampliados, y corregidos, por esa compulsión a no quedarse quietos que tienen ciertos textos.
En varias zonas del centro de Buenos Aires, así como en las inmediaciones de grandes centralidades tales como estaciones de tren y terminales de colectivos, se verifica casi sin excepciones un fenómeno muy particular: cada mañana, cientos de papelitos llenos de imágenes de mujeres inundan la ciudad. Decenas de establecimientos en los que se practica el oficio más antiguo del mundo emiten miles y miles de pequeños panfletos publicitarios que ofrecen sus distinguidos servicios a todos los ciudadanos.
Como el sol o la luna, sabemos cada día van a estar, y si por algún motivo algún día dejamos de verlos, su ausencia nos llamaría la atención de inmediato. Sorprendidos, nos preguntaríamos que es lo que habrá sucedido con ellos, ya que forman parte de nuestra cotidianidad al punto de verlos con cierta (¿justificada?) simpatía.
Los papelitos tienen direcciones y teléfonos. Tienen nombres (falsos), fotos (más falsas) y, en algunos casos, hasta hablan de precios, ofertas, y promociones. Lo frontal del mensaje y un idioma casi universal los convierten en objetos muy sencillos y efectivos. Su origen y su objetivo son, por ende, muy claros.
Pero…¿A dónde van los papelitos? ¿Quién los busca, quién los lee? ¿Quién sale de su departamento entusiasmado, con su mejor camisa y oliendo a Old Spice, con los ojos bien abiertos para recolectar dos o tres y compararlos, clasificarlos, y elegir uno?
Vamos de a poco: sabemos que se mueven en el sector del negocio de más escasos recursos. Que apuntan a cierto mercado que podemos calificar, avalados por el prejuicio y el gusto por la ficción, como marginal. Sabemos también que seguramente haya otro perfil de consumidor, el cual se nutre, en secreto y satisfecho, de esta franja del mercado. Por la aventura, por el morbo, por el riesgo que supone. No debemos olvidarnos de ellos. Pero convengamos que el tinte que baña estos eventos está más cercano al de los recovecos urbanos y sociales de Arlt que a cualquier otra cosa. Por lo que, para tener aunque sea una idea vaga del asunto, pensaremos el ciclo de los papelitos como un círculo cerrado, de diámetro no muy grande, donde los distintos personajes que participan de esta historia no están muy lejos uno del otro. Y sobre este círculo flotará, indefectiblemente, una nube espesa de confusos vapores etílicos, olor a frituras, humo de tabaco, y ese aroma tan particular que despiden los billetes que pasaron por demasiadas manos.
Para completar la escena, es importante preguntarse (o imaginar) quién crea los papelitos. Cualquier persona con buen gusto habrá apreciado que, aunque por ahora componen la excepción, cada tanto encontramos alguno cuyo aspecto está más cerca de los parámetros del diseño gráfico moderno (con algunos notables resultados) que de la chabacana y explícita propaganda de la cual bien podría valerse este rubro.
Yo fui un niño de departamento. Ahora soy un tipo de departamento. La vida quiso que yo no conociera estos papelitos hasta una cierta edad, desde la posición del observador, caminando por la calle. Todos nosotros (los que observamos) estamos destinados a asistir al fenómeno desde afuera, como quien presencia la cacería de un animal o un evento deportivo de alta competición.
Pero que nos maten si, cada vez que andamos por el centro y pasamos por una covacha subterránea, donde una madama entrada en años hace de cancerbero al ritmo de una vocecita tropical que nos canta que por las noches se la pasa delirándose, no daríamos lo que sea por saber si aquel optimista que llegó hasta allí lo hizo gracias a uno de los mencionados papelitos.