Por: Silvia Cordano
¿Quién no ha fantaseado alguna vez al contemplar un cuadro de Hopper, con aquellos personajes de esa barra de bar en plena noche, tan cerca los unos de los otros, pero tan alejados y solitarios? Qué podría ser de sus vidas o que sucedió después de ese café. Ha inspirado pensamientos, relatos, películas e incluso libros. Y me he visto reflejada en uno de ellos, aquella medianoche, con esa nostalgia pesada e inconclusa.
El Greenwich Village, milagrosamente tranquilo. La primavera había ya desplegado sus aires perfumados en Nueva York y me dispuse entonces a caminar hasta un bar cercano recién inaugurado. Se llamaba Hopper, como el pintor.
Me tocó en suerte la mejor mesa. La número 8. Desde allí observé todo el mediocampo. Desconexión sideral. Fue un auténtico cuadro de Hopper versión siglo 21. Archipiélagos humanos. No había puentes ni palabras. Sólo luces blanquecinas que iluminaban la noche. Celulares a full empeñados en romper diàlogos, citas, reencuentros o finales.
Llámese Facebook, Twitter, Whatsapp, BBM, Google +, mails, sms, Telegram , blablabla. Aquella noche hubiera preferido un “bla bla bla ” espontáneo a un “jejeje”virtual. Una carcajada sonora a un emoticón. Y se los dice una tecno adicta.
Me quede pensando sobre lo acertado del nombre del bar y, movida por la circunstancia, busqué en casa una colección sobre la obra de Edward Hopper.
Todas las historias se tornan novedosas y virginales cada vez que releo un libro.
Cuando descubrí un cuadro suyo, sentí que ya conocía ese universo, esa luz, esa atmósfera, ese misterio, ese estado de ánimo. Me lo había mostrado también el cine en muchas ocasiones. Pretenciosa o suavemente, de forma ostentosa o sutil, contándome historias tristes, de imposible final feliz, hablándome de soledades y del silencio, de ambientes, actitudes y sentimientos familiarizados con la desolación y resignados ante ella. Lo que no podía imaginar es que esos directores habían mamado del intransferible mundo de un pintor genial. Incluso me atrevo a afirmar que hay música en Hopper. En Coltrane, Miles Davis, Gerry Mulligan, Stan Getz, Chet Baker, tal vez en los pianos de Monk y de Evans. Es un mundo trágico y a la vez hermoso. De almas perdidas.
Comprendí que la huella de Hopper puede aparecer en una película de Wim Wenders, en Tom Waits, un episodio de los Simpson o CSI, una gira de Madonna, un videojuego japonés.
Hopper es casi un lugar común. No es casualidad que la revista Time haya elegido en 1995 uno de sus cuadros para analizar la epidemia de las “enfermedades modernas” derivadas de la soledad: el estrés, la depresión, la ansiedad.
Decir Hopper significa minimalismo para una expresividad máxima. Soledades. Encuentros y desencuentros. La luz como carcelera de un clima, el ser humano enjaulado. Significa paisajes e interiores únicos e irrepetibles, erotismo contenido, crítica social que, por venir de un conservador ensimismado y otoñabundo, adquiere un especial significado y una fuerza subterránea que irá aflorando a medida que la sociedad, que tan bien representara en sus cuadros, logre tomar conciencia de sus errores.
En otro plano de mi terrenal cotidianidad, el fin de semana pasado para ser exacta, olvidé en el atelier de un amigo el cargador de mi iPhone, okupa inamovible en el pequeño caos de mi coquetería. Sin cable de repuesto ni batería a la vista, me envolvió un halo de sensaciones encontradas. Prevaleció un vertiginoso desasosiego, por lo que me sumergí sin màs en un ruidoso bar en pleno San Telmo.
Me tirè de cabeza en la única mesa libre, a pesar de una pareja de turistas que aguardaban con su paciencia suiza. Afuera, caía sobre la ciudad otro domingo de marzo, como una hoja màs de ese otoño a medio estrenar. Adentro, como en un cuadro de Hopper, representado esa vez por unos cuantos porteños de carne y smartphone. Gente mirando sus celulares sin importarles lo que sucede alrededor. Tan solos. Tan acompañados. Tan lejanos. Mientras tanto, adentro y afuera, la vida que no espera.
Ojalá entendiéramos que detrás de ese cuadro ( y de estas letras) hay un corazón que late. Ojalá entendiéramos. Que el medio no es el mensaje, que hace falta más que tecnología para sentirnos menos solos. Más gente.
Que necesitamos mirarnos a los ojos. Darnos la mano, sentarnos en ese café a charlar porque sí y que ese porque sí, sea suficiente razón para juntarnos.
Pasamos jornadas enteras colgados en la web, relatando la vida en vez de vivirla. Comentando un show en vez de escucharlo. Mostrando a los demàs que estamos vivos, pero sin decírnoslo a nosotros mismos, precisamente viviendo. Disparamos rayos con el control remoto, devotos del zappineo y de la vida de a sorbos.
No es caer en extremismo banal ni en crítica de pacotilla. Tampoco reniego de la tecnología. Es quizàs una autocrítica sincera.
Por eso, y mal que le pese a mi tecnicidad, planto en el aire esta canción como bandera. Todavía me emocionan ciertas voces. Todavía creo en mirar a los ojos.
Me imagino en este mismo café, con vos. O tal vez con vos. charlando pavadas, riéndonos, sólo porque sí. A carcajada pura. O en el silencio de miradas cruzadas de absoluta complicidad.
Sólo un instante. La vida es una imagen de un sólo flash. Sin repuesto. Como nuestros días.
A fin de cuentas, somos humanos, no?