¿Y vos, de qué clase social sos?

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Probablemente de clase media. Al menos eso es lo que piensa casi todo el mundo en los países occidentales.

Pero si todos están en el medio, ¿quiénes están arriba y abajo? Así no tiene mucho sentido hablar de medio. Además, las diferencias sociales son demasiado evidentes como para pensar que todos pueden pertenecer a la misma clase.

“La clase tiende a interpretarse como una cuestión de carácter personal. Por eso, cuando el 80 por ciento de un grupo de panaderos dice que es de clase media, en realidad no están contestando a la pregunta de cuánto dinero tienen, o cuánto poder, sino de cómo se valoran a sí mismos. La respuesta es: ‘Soy bastante bueno’”, asegura Richard Sennett en La corrosión del carácter (página 67).

Pero esto no fue siempre así. Para que la pertenencia a una clase sea interpretada en clave personal, la sociedad tiene que estar muy individualizada. Como las personas no se sienten parte de ningún grupo humano que las contenga, optan por dar una definición vaga e imprecisa, que habla más de ellas que de su posición social.

Para mostrar las diferencias en cómo se vivía la pertenencia a una clase a mediados del siglo XX y cómo se vive ahora, Sennett  regresó a principios de los 2000 a una panadería en la que había hecho una de sus primeras investigaciones como sociólogo, varias décadas atrás.

 

Antes

Los compañeros, de Mario Monicelli, y protagonizada por Marcello Mastroianni, muestra el compañerismo y la solidaridad que surge en una fábrica del siglo XIX, y los problemas que eso genera.

 
“Cuando entrevisté por primera vez a los panaderos de Boston (Estados Unidos), la panadería tenía un nombre italiano y se preparaban panes italianos. La mayoría de los trabajadores eran griegos, hijos de panaderos que habían trabajado para la misma empresa” (p. 67).

“Los puestos de trabajo habían pasado de padres a hijos a través del sindicato local, que también estructuraba rígidamente los salarios, los beneficios y las pensiones” (p. 68).

“La preparación del pan era un ejercicio coreográfico que requería años de entrenamiento para salir bien. No obstante, imperaba el bullicio: el olor a la levadura se mezclaba con el del sudor humano, las manos de los panaderos se sumergían constantemente en la harina y el agua, y los hombres usaban la nariz y los ojos para saber cuándo estaba listo el pan. A menudo se quemaban con el horno, la amasadora primitiva requería mucha fuerza, y además era un trabajo nocturno. El orgullo del oficio era fuerte, aunque los hombres decían que no disfrutaban con su trabajo” (p. 68).

El empleo es el principal organizador de la vida en sociedad. De cómo sea y del lugar que se ocupe en él depende la posición social que se ocupe y la manera de percibirse en relación al resto de las personas.

El trabajo antes creaba un sentido de pertenencia muy grande cuando reunía a personas de un mismo origen para realizar una tarea compleja que requería de un aprendizaje, y que era algo que realizaban durante toda la vida, al igual que sus padres. Cuando uno se siente parte de un grupo de gente con el que comparte tantas características, se da cuenta de las diferencias que lo separan de otros grupos de rasgos muy distintos.

Así se explicaban las distinciones de clase. Por eso un obrero podía sentirse claramente obrero, diferente de un profesional como un abogado o un médico.

La panadería unía efectivamente a sus empleados creándoles una conciencia de sí mismos” (p. 68).

 
Ahora

El método, de Marcelo Piñeyro, describe el particular método de selección de personal aplicado por una empresa española, que consiste en elegir al más calificado para el puesto, poniendo a competir a los aspirantes. La solidaridad parece una utopía en una organización semejante.

 

El dueño de la panadería es ahora una cadena gigante del ramo de la alimentación. Trabaja utilizando máquinas complejas y reconfigurables. Un día los panaderos pueden hacer mil barras de pan francés, y al día siguiente mil bagels, según la demanda del mercado de Boston. La panadería ya no huele a sudor y es asombrosamente fresca. Todo tiene un aspecto extrañamente silencioso” (p. 69).

“Desde el punto de vista social, ya no es una panadería de griegos. Algunos jóvenes italianos trabajan ahora, junto con dos vietnamitas, un hippy incompetente y varios individuos sin una identidad étnica discernible. Además, ya no sólo trabajan hombres. Los trabajadores vienen y van a lo largo del día; la panadería es una compleja red de horarios a tiempo parcial. El poder del sindicato de panaderos se ha debilitado. Como resultado, los más jóvenes no están cubiertos por contratos sindicales, y trabajan con un régimen contingente y horarios flexibles” (p. 69).

“La mayoría de las personas permanece, a lo sumo, dos años en la panadería” (p. 72).

“Los trabajadores no tienen contacto físico con los ingredientes ni con los panes. Supervisan todo el proceso a través de una pantalla. Como resultado, los panaderos ya no saben cómo se hace el pan. Dependen de un trabajo informático y, en consecuencia, no pueden tener un conocimiento práctico del oficio” (p. 70).

“Uno de los italianos me dijo: ‘En casa sí que hago pan, soy panadero. Aquí aprieto botones’. Cuando le pregunté por qué no había asistido al seminario de capacitación, me respondió: ‘No importa, no voy a hacer esto el resto de mi vida’. Una y otra vez, la gente dijo lo mismo con otras palabras: en realidad, no soy panadero. Son personas con una identidad laboral débil” (p. 73).

“En este lugar de trabajo flexible y altamente tecnologizado donde todo es de fácil manejo, los trabajadores se sienten degradados por la manera en que trabajan” (página 70). “La gente se identifica con las tareas que son un reto para ellos, tareas que son difíciles. Pero en este lugar de trabajo flexible, con sus trabajadores de distintas lenguas que entran y salen cumpliendo un horario irregular, con pedidos radicalmente distintos cada día, la maquinaria es el único criterio real de orden, y por eso tiene que ser sencilla para todos. La dificultad es contraproducente en un régimen flexible” (p. 74).

Cada vez son menos los trabajos organizados como la primera panadería y el modelo de la segunda es el que se impone. Lugares en los que se convive con personas de orígenes muy distintos, y donde casi no hay manera de forjar lazos de solidaridad porque nadie se queda demasiado tiempo.

Esto tiene aspectos positivos. Nadie está condenado a permanecer siempre en el mismo empleo, la diversidad abre la cabeza y  nos vuelve menos discriminatorias, y las condiciones de trabajo se pueden negociar con mayor libertad.

Como contrapartida, se hace más difícil encontrar una identidad y un lugar en el mundo. Con la simplificación del trabajo es menos frecuente sentirse orgulloso de lo que uno es o hace, lo que puede generar un sentimiento de vacío. Además, si uno tiene problemas laborales, no tiene ya un grupo de compañeros en quienes apoyarse.

Somos más libres. Pero estamos más solos.

 
Sennett, Richard (2000): La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo. Barcelona: Editorial Anagrama.