Tragedia pavota

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28. Tragedia pavota

 

En Salinas se conocen todos, la gente se aburre fácilmente y suele perder repentinamente el interés por las cosas. Uno de los entretenimientos más comunes consiste en criticar a los demás. Otro, no menos popular, es hacer apuestas. La “tragedia pavota”, por ejemplo, es un caso que ilustra a la perfección esas características del pueblo. Aquí va la historia:

Umberto Boccioni "La risata"

Umberto Boccioni “La risata”

Se llama Lidia, pero desde chiquita le dicen “la hija de la Pavota”. Todos saben que ella pronuncia esa frase cuando se siente menoscabada, ofendida, enojada o humillada. A la gente le parecía tan gracioso, que  la pobre mujer la pasaba mal bastante seguido, hecho que atribuía a su mala suerte. Por ejemplo, si había llovido la noche anterior, el chofer del colectivo que tomaba diariamente se arrimaba los metros necesarios para que no puediese subir sin mojarse los inmaculados zapatos, hecho que la obligaba a molestarse y decir algo parecido a esto: “¡Qué se piensa, hombre! ¿Que soy la hija de la Pavota?”. Colectivero y pasajeros reían ante las esperadas palabras. Ni siquiera tenían la delicadeza de aguardar a que Lidia descendiera de la unidad para repartirse el dinero de las apuestas: además de previsible en sus frases, todos sabían que la mujer no se daba cuenta de nada. Era como si viviera en otra dimensión: los habitantes de Salinas podían tirarse al piso agarrándose la panza de tanto reír, en su cara, sin que ella diera señales de percibir la causa. Su distracción era tan legendaria como sus frases. Por supuesto, el relato lo hago en pasado porque después de que sucedieron los hechos que voy a narrar, a pesar de que seguramente continúa siendo distraída y diciendo la palabra “Pavota” de vez en cuando, Lidia ya no vive en Salinas.

Ingresaba puntualmente a las 8:30 a su trabajo. Saludaba a la recepcionista con un beso, a la señora que limpiaba con un gesto cortés, a su compañera con una sonrisa forzada y a Mario, que estaba en la oficina contigua, con una mirada cargada de pasión que le dejaba la cara congestionada por el esfuerzo durante unos veinte minutos. Enseguida se ponía a trabajar: sellaba papeles, controlaba que estuvieran firmados y procedía a escanearlos. En eso consistía su trabajo: sello, vistazo y escáner durante ocho horas seguidas.  Según Lidia, empleada administrativa. Según los demás: la hija de la Pavota, motivo de algarabía y dinero, desafío diario para los bromistas.

Algunos ejemplos: entraba uno. “Te traje un café”. Estaba hirviendo: Lidia, quemada. “¿Pero querido, qué te pensás, que nací ayer? ¡Esto está que pela chanchos!”. Algazara general; la frase sobrevolaba los dos pisos del edificio y las oficinas. “¿De verdad dijo “pela chanchos”? ¡No vale! ¡Siempre gana la recepcionista, que la conoce mejor!”, repicaba entre los cubículos. Hasta que se gastaban la gracia y el dinero, y había que provocar una nueva reacción.

Le desenchufaban el escáner. Tras 48 minutos de desesperación y de oprimir el botón de power setecientas veces, comenzaba a hablar sola: “¡Ya vas a ver, guacho podrido, ya vas a ver!”, “¿No querés andar, retobao? Retobate, pavote, que la que ríe último, ríe mejor!”. Nadie trabajaba, ninguno podía concentrarse; la ponían en el altavoz. El dinero en juego era cada vez una suma mayor. Finalmente se oía: “¡Pero si seré Pavota! ¡Está desenchufado este coso de mierda!”. No solía decir malas palabras: el pozo quedaba vacante. Las risas se escuchaban hasta la terraza, hasta la calle. Los vecinos, que esperaban el resultado en la vereda, se arrancaban los pelos de pura desesperación, entre risas histéricas: Salinas entero había perdido masivamente sus apuestas.

La semana anterior a la tragedia, un empleado nuevo, audaz, jovencito, pegó un post-it en el tapado de Lidia. Les guiñó un ojo a todos, compenetrado con su broma. Los empleados antiguos se horrorizaron con regocijo ante el atrevimiento del cadete. “Irrespetuoso”, “Maleducado”, encontraron eco por los pasillos y se desparramaron por la ventana. Esa tarde se hizo eterna hasta que finalmente, Lidia se marchó dejando tras de sí un cortejo de miradas burlonas, que habían esperado su paso para leer el cartel. Las risas se escucharon hasta en la iglesia: el sacerdote, líder respetadísimo en el pueblo, participaba en las inocentes apuestas. El policía de la cuadra me contó que quedó riéndose solo durante toda la noche y la mañana siguiente, al recordarlo. “Soy la Hija de la Pavota”, decía claramente el cartelito. Lidia no lo vio, no se enteró: el cadete juntó más dinero que nunca recaudando el botín. Así como lo pegó, despegó el post-it, impunemente. Lidia, como siempre, no escuchaba, no se daba cuenta. No sólo apostaban sobre qué diría, sino también sobre su estupidez.

El día que cambiaron las cosas, nadie pudo evitar lamentar no haber descubierto antes su otra peculiaridad. La broma esa mañana iba a ser espectacular: el jefe había modificado la cafetera para que hiciera un cortocircuito y Lidia se llevara un buen susto. Salió mal, como suele pasar con esas cosas: el corto se produjo antes de que Lidia llegara y comenzó un incendio. Todos estaban adentro, acechando, encerrados en la salita contigua a la cocina, reprimiendo grititos, aguardando el resultado de la broma. Hasta el cadete estaba: había salido una hora antes de su casa para no perderse los gritos que daría la mujer cuando el artefacto explotara entre sus manos. Su apuesta decía que Lidia exclamaría: “¡Si seré Pavota!”. La de Mario: “¿Pero este coso qué se piensa? ¿que soy la hija de la Pavota?”. Gente de pueblo, que creía divertirse sana e inocentemente. Gente pavota. Esa mañana, el que ganara las apuestas se haría dueño de una pequeña fortuna.

Cuando Lidia bajó del colectivo, el edificio estaba en llamas y se escuchaban los gritos desaforados, unificados, aunados, de sus compañeros de trabajo quemándose. En ese momento sucedió lo imprevisto: abrió una boca muy grande, desmesurada, y desde lo más profundo de sus entrañas, como si fuera un vómito ancestral, se le desgarró una carcajada nítida, aguda, siniestra, tan espeluznante que provocó un pequeño silencio en el caos. Mientras morían, adentro de la oficina más de uno pensó que era una pena no haberla escuchado reír antes: hubiera sido más fácil hacerle cosquillas, por ejemplo, que molestarla. Cuando los bomberos llegaron, hubo poco que hacer. Tuvieron que superar el estremecimiento: era un cuadro dantesco… centenares de personas se agolpaban para mirar a Lidia, parada entre las llamas, presa de una risa diabólica que no cesó hasta mucho después de que todo quedó reducido a cenizas, a silencio, a ruina.

La tragedia pavota dio que hablar durante pocos días. La gente se preguntó que pasó con Lidia cuando el tema se agotó, aburrida por la rutina diaria. Meses después, de casualidad, se enteraron de su partida a Buenos Aires, de su trabajo allá, en otra oficina. Hubo quien pensó en averiguar, en inventar algún plan para que la mujer regresara y continuar con las bromas y las apuestas. Afortunadamente, el sacerdote del pueblo advirtió públicamente que la mujer quizás estuviese poseída por un demonio que se reía; en fin, maldita. “Ah”, dijeron  todos al enterarse. El mismo respetado líder señaló que había notado que uno de los monaguillos tenía el poder de predecir el tiempo, porque llevaba con inusitado acierto un paraguas en ocasiones de lluvia inesperada. Se podía apostar con eso. A los diez minutos de escuchada esa frase, se olvidaron de Lidia para siempre.

 

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