La sartén hirviendo

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57. La sartén hirviendo

Carla y Marcia comparten el salón de 3er año de la secundaria. Ellas creen que sólo las une esa obligatoriedad de estar horas diarias, unos meses al año, en ese lugar escrito y roto, ruidoso y sucio, pero no es así. Lo voy a demostrar:

Dalí

Vladimir Kush

A Carla le empezó a pasar el año pasado, hace relativamente poco (a ella le parece que fue desde siempre, porque es adolescente y la separa un abismo de su niñez). Una noche estaba cenando en su casa, con sus hermanos y su mamá, cuando sintió una mirada en la nuca. Estaba contando lo que había hecho al salir de la escuela: había comprado pan, había esperado el colectivo, había mandado un mensaje que nadie había contestado. Se dio vuelta al sentir el puntazo en la base del cráneo y se encontró con la mirada del abuelo, que venía desde el extremo más lejano del living, cargada de censura y de reproches. Se sintió desconcertada, buscó la mirada de su mamá… y la encontró similar. No encontró explicación para ninguno de esos ojos, para esa tensión que de pronto había invadido el lugar y la había dejado en silencio. Escondió su cara para que nadie se diese cuenta de su turbación y siguió comiendo, en silencio. Así fue como cerró la primera puerta.

A Marcia, más que pensar en puertas, le gusta la imagen de un puente. Uno solo, enorme, sólido y gris, antiguo, de los tiempos del Imperio Romano. Ella empezó a quitar piedras de ese puente cuando era muy niñita, tan chiquita, que apenas recordaría la primera si no la hubiera anotado en un cuaderno ajado e intrascendente que atesora en su cuarto. Allí puede leerse: “Hoy mami me llevó al psiquiatra”, garabateado con puño seguro bajo una fecha inverosímil, porque ese día ella tenía sólo cuatro años. Cuando Marcia lee esa anotación, baja la vista con un gesto idéntico a uno muy propio de… Carla. Recuerda imágenes: ella con ojos enormes y la cara blanca, los pelos despeinados a pesar de los esfuerzos de su madre, su extrañeza ante las conversaciones y juegos de las otras nenas del jardín, no me hablanno quieren jugar conmigo, lo ininteligible de la situación a pesar de su claridad. La soledad. Marcia se recuerda siempre sola: sentada sobre una tabla allá lejos en el patio, sentada ante el escritorio de la directora, sentada en la sala de espera del psiquiatra, inmóvil en la cama mirando el techo e imaginando ser personaje de novela, de cuento o de película y soñando despierta con abandonar el cuerpo inútil para poder ir a buscar algo que me hace falta y que no sé todavía qué es

 Como empezó de tan niña a quitar piedras de su puente, la Marcia que está en 3er año de la secundaria concibe el abismo, experimentó la angustia en forma de mar embravecido y negro como brea retorciéndose adentro de la mente y del cuerpo e invadiéndolo todo, manejó con la respiración en noches interminables de insomnio la sensación de soledad y enajenación, e imagina que su puente está quebrado.

Carla considera que ya cerró todas las puertas y que está a salvo, pero en el fondo sabe que es una mentira que se dice a sí misma y que las puertas son de papel de arroz. Que lo único que espera es un pequeño gesto, una migaja ínfima de afecto, para derrumbar todo ese arsenal inservible que montó desde el año pasado y entregarse plenamente a, supone, ser feliz. Ella querría que la mano que abriera la primera puerta fuese la de su mamá, la mano que se apoyaba en su frente para verificar si tenía fiebre, la mano áspera que acariciaba mientras le hacían las trenzas bien ajustadas, como siempre pedía, la mano que tantas veces le había sacado los piojos mientras esperaba en silencio con la cabeza agachada bajo el sol pleno del patio de atrás mirando hormigas entre el pasto y pensando en canciones o en figuritas. Pero se miente nuevamente (su personalidad se perfila así) y disfraza esa mano materna abriendo la puerta y la convierte en Valentino, ese chico hermoso que la había mirado desde lejos y le había preguntado a su amigo el Petiso quién era ella, quizás, tal vez… Seguro, cuando por fin conozca a Valentino él se va a enamorar de mí y me voy a ir de esta casa y ahí sí que van a darse cuenta de todo lo que me querían. Se iba a ir, seguro. Iban a ver. La iban a pagar toda junta.

Carla no sabe muy bien qué quieren decir esas palabras que se le escapan de los labios cuando la fantasía con Valentino alcanza ese punto, pero en lugar de detenerse a analizar qué le han hecho, porqué se siente lastimada por su familia, porqué siente la necesidad de irse de su casa y de castigar a las personas que la quieren, sólo se siente agobiada y sube el volumen de la música en sus auriculares, se da vuelta en la cama y cierra fuertemente los ojos… o comienza a llorar en silencio. Mares ha llorado este año, Carla. Se queda dormida así y despierta con los ojos hinchados como ciruelas. Agua fría, qué tonta, mirá si hoy aparece Valentino y me ve así. 

 Marcia sí reflexiona sobre lo que siente. Sobre lo que dice en voz alta y en voz baja. Sobre lo que dijo en el pasado, sobre lo que ha leído, sobre la forma en la que la luz cae sobre determinado árbol en otoño o en verano. De tanto pensar se ha acostumbrado a no ser cuerpo y ser sólo pensamiento, a que no le duelan tanto los ojos avergonzados y huidizos de su madre, los cargados de reproche de su padre, los burlones ojos de sus hermanos, tan parecidos a los de ella y tan diferentes. La loca de la familia. La paciente psiquiátrica. La solitaria. La incomprendida. Marcia se sorprendería infinitamente si alguien le dijera que, en general, sus reflexiones de madrugada se parecen mucho a las de Carla. Ya me voy a poder ir, ya va a llegar el día que me vaya y me voy a ir de esta casa y ahí se van a dar cuenta de todo lo que me querían. 

 

 Escribo este relato porque hace unos días una Marcia me dijo lo mismo que me había dicho una Carla, semanas atrás. Las dos, mientras yo hablaba, me han mirado intensamente, una con los ojos maquillados de celeste, la otra con los ojos sombreados de insomnio. Carla dejó uno de sus auriculares suelto para escucharme. Marcia soltó su carpeta de dibujos y escritos. Las dos dejaron por un momento su disfraz de indiferencia e impermeabilidad. Repito aquí esas palabras, escritas con cariño, para todas las Marcias y  Carlas que las lean:

Ser adolescente significa en parte aprender a dominar algo que llamaré, sin rigor científico, “personalidad”. Con los años podés convertirte en una persona serena o en una que ande gritando y llorando por ahí, una que resuelva todo a las piñas, o andá a saber, hay tantas formas de ser. Si terminás siendo la violenta o la insoportable, quiere decir que no lograste dominar tu personalidad y no agarraste el mango de la sartén. Porque la personalidad es como una sartén. A algunos les toca tibia, a otros fría, a otros cómoda, a otros risueña, a otros caliente, a otros hirviendo. La tuya (y la de Carla, y la de Marcia, diferentes e iguales de esta manera) es una sartén hirviendo. Vos ahora sos adolescente: tenés permiso para gritar y llorar, para no dormir, para pelearte con tu mamá, para confundirte hasta los extremos más insospechados en el laberinto de lo de afuera y de lo de adentro, para sentirte la más solitaria de las solitarias. Estás aprendiendo con la sartén: la querés agarrar, pero la manija quema, el mango es demasiado para tu mano y soltás porque te molesta o te duele. Ésa es una de tus tareas: estás en proceso de aprender a agarrar esa manija. Cuando lo logres, te vas a encontrar de pie ante tu juventud ya adulta, de pie ante el símbolo con que dibujaste la metáfora de tu angustia,  ya sea puerta, puente u otra cosa;  de pie ante el resto de tu vida viendo con ojos serenos la realidad para comprenderla, sea como sea. Y si no lo lográs… bueno, yo estoy absolutamente segura de que lo vas a lograr, así que no hace falta hablar más.

Finaliza la jornada. Cansancio. Chica que se dirige a su banco sin tener la más remota idea de que comparte un salón con varias personalidades que queman como sartenes, inmersa en su pena individual, en su proceso de comprender que no es superior ni mejor que nadie, sino diferente. Las voy a extrañar el año que viene, pienso. Ya me van a extrañar todos cuando me haya ido y ahí sí se van a dar cuenta… Sonrío siempre en ese punto y pienso inevitablemente en la manija ardiente de mi querida, viejita y personal sartén.

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