Por: Adriana Lara
PROYECTO PIBE LECTOR es un blog de FICCIÓN. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
37. Pánico Escénico
Me encajaron el discurso del Acto Solemne, justo a mí, que lo venía esquivando con una cintura que ni te cuento, a mí, después de todo lo que hice por esta Institución este año. Acá vengo, con el papel escrito en la cartera, toda emperifollada de nocturnidad, porque esto de venir a la Institución a estas horas ameritaba la inversión económica en pilchas y el esfuerzo con el jabón y el peine.
Qué raro está el barrio a estas horas, parece otro, che. Caminás por la vereda y sentís ruiditos inquietantes, mirás para arriba y no ves la copa de los árboles sino una masa oscura y amenazadora; no se te cruza ni el loro. Me siento un poco mareada, debe ser por el calor. El edificio mismo parece otro, envuelto en las sombras. Un silencio. Imaginate que entró un asesino serial y están todos muertos. Mejor toco timbre y me dejo de joder; abran, tengo que decir el discurso frente a gente desconocida y conocida, qué se piensan que soy, qué se piensan, justo a mí me tenían que elegir.
El vidrio parece limpio, cuántas galas, cuántas ganas de agasajar con el Acto Solemne, cuánto esfuerzo. La mujer que me abrió lucía una peluca grotesca, de pelo negro lacio y flequillo. ¿Quién usa cosas así en el siglo XXI, por el amor de Dios? Verla me hizo entrar en más calor: hay globos decorando las paredes, un ramo de flores delante del crucifijo (flor de falta de respeto, caraduras), guirnaldas plateadas y farolitos chinos. Un calor. Nada más entrar en la Institución disfrazada de festividad oriental y empezar a transpirar como un ternero. ¿Transpirarán los terneros? Me acomodo junto al equipo de música, cerca del micrófono, y me pongo a esperar.
La mujer de la peluca avanza unos pasos y retrocede, como si ejecutara una danza de cabaret. Un hombre de bigotes la mira deslumbrado y se retuerce espasmódicamente, vestido con un traje que parece de pana, cubierto de pelos de un posible gato gris. El salón está atiborrado de gente que se abanica con los folletos informativos del Acto Solemne, que se enjuga la cara con pañuelitos de papel y mira para atrás, esperando expectante que finalmente empiece. Sale un vapor hediondo de los pisos de madera, se ve el chicle pisado sin querer, desparramado y gomoso, asomando de las suelas brillantes de los zapatos de taco alto de aquella mujer cogotuda. Los farolitos chinos se balancean sin viento, movidos por la tensión que hay en el aire sin aire, de puro agobiados, sobre las cabezas de los asistentes. Imaginate que se caen y se le prende fuego la peluca a la que caminaba, que ahora se sentó al lado del de los bigotes, imaginate que empiezan a correr todos los invitados envueltos en llamas avivadas por tanta colonia berreta, qué lindo sería, y encima me salvaría de leer el discurso. Pero no, ahí viene el locutor contratado, cara roja como un tomate asomando de un cuello de camisa blanco que parece una horca, derechito hacia el micrófono y no hay quien me salve de ésta, lola, lola, lolamento, nena, ahora te quiero ver.
_ Damos inicio en este momento, señoras y señores, damas y caballeros, al Acto Solemne de este año, en nuestra querida Institución.
En la cancha se ven los pingos. No escucho nada, mejor, hasta la parte donde diga mi nombre y ahí tenga que sacar la hoja que escribí y leerla. Mejor miro la gente para tranquilizarme, mejor no, porque me palpita la sien y seguro estoy bizqueando como me decía mi mamá, que sí bizqueaba de lo lindo cuando se ponía nerviosa por algo, por puro gusto, para darme bronca. Menos mal que traje pañuelo, como corresponde a una dama, porque me cae agüita de la nariz. La de la peluca está brillante de sudor y tiene la mano en una de las solapas del de bigote, la descocada. Recuerdo el truco de imaginar al público desnudo para cobrar coraje, pero me sale el tiro por la culata y, justito cuando me nombran, me imagino a mí misma en bombacha y corpiño, hoy, que me puse ropa nueva por afuera y un conjunto más viejo que el sol y lleno de agujeros por adentro, y así, en paños menores, me tengo que tragar la bilis que me subió de golpe y agarrar el micrófono que el locutor me extiende, con una ceja levantada como censurándome los elásticos estirados y la panza blanca de marrana descangallada.
Qué calor. Buenas noches. Abro la cartera para tomar el papel y lo saco empapado, como si se hubiera caído a una pileta, embebido en aceite. Las letras se corrieron y el papel gotea, pero me paro estoicamente debajo de los farolitos y empiezo a leer. De una de mis orejas comienza a chorrear cera, dentro de mi cabeza escucho un borbotear, un hervir que sale desde adentro de la otra oreja pero por donde debe estar el tímpano, bastante molesto. Mi espalda es un río, la transpiración fluye hacia mi boca y la deja salada, salada, mientras leo como puedo las letras borrosas por el aceite y me sale una neblinita hedionda de la cabeza y de abajo de los brazos, empeorado el efecto considerablemente, todo por los farolitos chinos y la noche, maldita sea la noche y el momento que a alguien que seguramente me odia se le ocurrió que yo podía desempeñar bien este papel. De refilón, para continuar con mi tragedia, gracias a mi excelente visión periférica veo que el de los bigotes saca algo que parece menos un gato gris que una rata de uno de sus bolsillos y se lo da a la de la peluca, que a esta altura tiene todo el maquillaje corrido y el falso flequillo chingado, y se ríe a carcajadas. Le faltan por lo menos tres muelas. ¿Se reirán de mí? Me falta poco para llegar al último párrafo, escucho perfectamente el murmullo y las risas, gente indecente, se ríen de una pobre mujer como yo, con este calor, vestidos de una manera ridícula y cubiertos de betún y brea caliente. Con sólo imaginar la rata, le siento el olor. Con sólo recordar cómo es el olor de las ratas, me viene la náusea. Imaginate que me pongo a vomitar delante de todos. Justo cuando voy por la última frase, con el corazón bombeando como locomotora y antes de llegar al “muchas gracias”, veo al de bigotes ponerse de pie con la rata en brazos y avanzar hacia mí con una velocidad infernal, así que apresuro las palabras y resigno el final pomposo que había preparado, bajo la cabeza con humildad y al cerrar los ojos quedo enceguecida, con las pupilas quemadas porque se me llenaron los ojos de sudor, y no logro correrme para esquivar la rata, que no era rata sino ramo de flores, que abrazo para cubrir mi cuerpo de señora venerable en bombacha y corpiño viejo color beige, entre un tímido “muchas gracias” fuera de micrófono. Camino hacia la puerta, tambaleante sobre las sandalias nuevas, entre los aplausos. Recuerdo con agradecimiento hacia mí misma, siempre tan previsora, que usé maquillaje a prueba de agua pensando en el calor y en la posibilidad de que se me piantara alguna lágrima de emoción.
“Impecable, como siempre”, “Cuánto talento, cuánto talento”, “Una verdadera musa argentina, inspirada e inspiradora”, me dicen las autoridades mientras me saludan y me besan. Tanto lío, tanto espamento, por un discurso escrito en un ratito antes de un Acto Solemne de morondanga. Beso, beso, beso, no me besen tanto que me van a despeinar.
Agradezco y, antes de arrojarme aliviada sobre los sanguchitos de miga, me sirvo una copita de sidra para brindar agradeciendo a Dios no tener pánico escénico. Sería terrible que te pasara una cosa así, supongo, mientras te toca leer un discurso en un Acto Solemne. Imaginate.
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