Por: Adriana Lara
Proyecto Pibe Lector es un blog de ficción.Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
44. Amores de verano
La conversación declinaba. Rendidos ante la serenidad de la playa a esa hora, se limitaron a caminar mirando cómo sus pies provocaban pequeñas catástrofes de espuma en la arena mojada. Ella le parecía bonita, un poco patética en su afán de gustarle. Fruncía las cejas graciosamente cuando su maquinita emitía sonidos de delfín, vencedora estoica del impulso de sacarla de su bolsillo. Había algo metódico, prolijo, aplicado, en cada una de sus estrategias de conquista. Lo había mirado con intensidad hasta hacer surgir una semilla de relación futura. Con el transcurrir de las horas había bailado y sonreído; terminaba la noche y el proyecto de planta bullía dentro de una coqueta maceta colmada de barro fértil, atesorado cuidadosamente, sin duda alguna.
El hombre sintió sueño. Dentro de su cabeza, parte de su cerebro se apagaba. Imaginó su cama, su almohada. Recordó a su hijita.
_ ¿Volvemos?
Se le había escapado el bostezo. Durante el camino, la chica entró en el baño de una heladería. Se preguntó si esta vez permitiría que creciera lo que fuese, una enredadera, un pino, maleza, un sauce llorón. Puso su nombre en facebook y curioseó desganadamente, por pura rutina, buscando sin buscar.
Demasiado joven. Historia sin historia, expuesta impúdicamente para que cualquiera hurgara y escribiese inmundicias, mentiras o, simplemente, insertara la suya y la continuara a su modo.
_ ¿Me vas a acompañar? Casi amanece y me da un poco de miedo…
Lamentó la indiscreción. Ahora mirar sus ojos era ver la cara aniñada de mil fotos en bicicleta, en la pileta, en la escuela, en el campamento de una iglesia. Pocos años antes le gustaba Sailor Moon y sus pesadillas eran sobre Slender Man. Había tenido mononucleosis en noviembre. Muchos gatos y perros. Demasiados amigos. Demasiada frescura. Demasiada información. Intolerable ortografía. El vivo retrato de un papá sonriente y despreocupado. La náusea le recorrió la garganta y le trajo el sabor de copos de azúcar rosa, incómodos, empalagosos; sintió los dedos pringados de azúcar imaginaria. Recordó nuevamente a su hijita.
En la esquina de la dirección que ella había balbuceado, la tomó por la cintura y le dio un beso en la frente. Se sorprendió ante el resultado: la cara decepcionada de la chica le recordó su propia cara, adolescente y no tanto, de pie ante centenares de superficies que la reflejaban, infinitamente solitaria, suplicando amor en el silencio de las veredas salpicadas de arena dorada.
Se sintió vagamente feliz; satisfecho.
En lugar de regresar a su casa, decidió esperar la salida del sol en el espigón. Arrojó el papelito que la chica le había dado con sus datos al mar; metió las manos en el agua con placer y el vaivén de las olas se lo llevó hacia adentro. Serían las nueve cuando se dio cuenta de que se había perdido el amanecer, sumergido en la hojarasca de recuerdos de amores veraniegos .
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