Para un solitario o solitaria maduros (o jóvenes), no hay mejor garantía de depresión que una salida, sábado a la noche, con un grupo de parejas. Si uno comete la estupidez de aceptar una invitación semejante, deberá resignarse a sufrir toda clase de tormentos.
Solo, en la punta de la mesa, con seguridad, en algún momento de la velada será objeto de un intento chapucero de terapia. Le cuestionarán su exceso de selectividad, lo acusarán de ermitaño y hasta le pasarán factura por ese novio o novia que no fue capaz de olvidar.
Ellos, felices, con espíritu de superioridad hasta se atreverán a darle consejos. No importa que su último levante se haya producido hace 30 años, o que su cónyuge sea su primera y única pareja. Igual los consejos (ridículos, desubicados, incoherentes) estarán ahí para dar testimonio de nuestra inmadurez.
Y uno sabe que no está solo por exquisito o mal llevado. Uno está solo porque nadie le da ni la hora. El teléfono de casa no suena jamás y cuando suena, es para ofrecernos una nueva tarjeta de crédito.
¿La venganza íntima? Comprobar (por favor, nunca lo digan) que lo que les preocupa no es tanto nuestra soledad como la libertad que tenemos. Mirar la televisión hasta cualquier hora, comer lo que se nos canta y dejar hecho un desastre el baño porque, total, nadie lo va a usar después. Y lo peor: estar disponibles para cualquier aventura que se nos presente. Consuelo de tontos, sí, pero también una herramienta interior para no desmoronarnos a la vista de parejas bien establecidas.
La próxima vez, diga que está enfermo.