La realidad fue posible gracias a los avances tecnológicos y a la creatividad de Google que nos dio alas para ver la ciudad desde las alturas como un ejército de ícaros facultados para volar sobre su laberinto. Para comprobarlo sólo basta entrar a la computadora para volar sobre el Distrito Federal.
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Te metes a la estación. No miras a nadie. Todos a tu alrededor van igual que tú, enfundados en sus pensamientos, absortos en ideas de cualquier tipo, quizá menos superficiales que tus maquinaciones. En el andén hay tres videocámaras de circuito cerrado de gran alcance que sin parpadear no te quitan el ojo de encima desde que te vieron a dos calles. Tu rostro duro les llamó la atención desde que te captaron en el muro de monitores y ahora tratan de saber qué tanto tecleas en tu teléfono. Su capacidad es limitada: sólo pueden ver tu cuerpo, pero hasta ahí se topan. Se quedan intrigados, no hay forma de que sepan qué tanto tecleas en el teléfono.
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Sales de tu cueva de concreto dispuesto a romper la membrana de cotidianeidad absurda que has colocado con ayuda de los demás. No sólo eres tú, todos caminan, lo observas en la calle, como seres automatizados sin control, aunque fingen tener el mando en su poder. Ríes solo. Hablas solo. Los otros parecen asustarse como si vieran a un perro con sarna acercarse con los colmillos brillando de rabia. Todos están locos. Lo sabes bien. Todos lo saben. Todos lo ignoran. En un mundo de dementes la esquizofrenia es la regla, por eso todos se dicen normales.
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Para Martín lo más importante que puede ocurrirle en la vida es que su equipo de futbol gane. Todo lo demás pasa a segundo y tercer término. Lo esencial es que la oncena triunfe y eso, cree, beneficiará a las otras esferas de su existencia: la familia, la política, el trabajo, el amor.
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Don Mario se levantó esta mañana con un fuerte dolor en la espalda. Le han dicho desde niño que cuando la muerte viene por nosotros, primero nos toca con la mano justamente en la espalda, como si nos diera una palmadita, una caricia de despedida. En unos segundos hace un rápido recuento de sus 53 años y allí mismo se asoma al infierno del arrepentimiento.
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Su mirada se engancha a las lámparas del alumbrado público; su necesidad es similar a la obsesión de las moscas por lo mortuorio. A través de la ventana del tren observa el acelerado paso de las calles oscuras, a veces visitadas por lo desconocido. Ahora su mirada se refleja en las lentillas de una mujer que no lo dejan de ver. No sé por qué ahora mismo relaciono paranoia y transporte público, quizá sea por los altos niveles de desconexión con los demás que debe uno tener a la hora de navegar por ese territorio “civilizado” llamamos ciudad; síntesis de una realidad construida con fierros y cemento. Incluso en este lento tren la vida (entre comillas) pasa muy rápido, como una proyección de cine en una falsa pantalla.