Mis 48 horas en el Odyssee II

#ViajeLatino

Abro los ojos sobresaltada. No sé dónde estoy. Sé que no es mi casa, ni algún hostel, ni la carpa. Mis neuronas tardan en acomodarse, hasta que logran darle sentido a lo que ven: un territorio chiquitísimo lleno de cosas que se mueven de un lado a otro, en un vaivén constante y brusco. Como si estuviese montando un toro acuático desaforado que busca tirarme de algún lado. No lo logra, quizás sólo porque estoy acostada y agarrada con uñas y dientes a las sábanas. Finalmente, entiendo: estoy en el Odyssee II, un velero de 13 metros de largo por 3 de alto que me está llevando a mí y a otros seis turistas a cruzar la frontera de Colombia con Panamá, en un viaje que empezó hace más de 30 horas.

No estoy acá porque sea muy asidua ni amante de los viajes en altamar, sino para porque poder cruzar de Colombia a Panamá hay dos opciones: pagar un vuelo, que en una hora nos dejaría en Panamá City, o zambullirse en una travesía de 48 horas en altamar para llegar, en este caso, a una de las 365 islas del archipiélago de San Blas, habitadas por los indios Kuna.

La opción terrestre existe, pero es casi un suicidio: la frontera de Darien es una de las más peligrosas del mundo. Desde hace años, se considera una zona liberada para los negocios de las drogas y el contrabando. Hoy, según cuentan, está repleta de guerrilleros, narcos y paramilitares que se disputan el botín.

Al principio meterme en altamar no me convencía, porque nunca lo había hecho. Miedo, digamos. Pero dicen que si estas en el baile hay que bailar, Y si estoy viajando y viviendo aventuras desconocidas hasta ahora, ¿por qué no? Y ahí estaba, despertándome en medio del ruido de olas, los bamboleos y los golpes de los utensilios de cocina cayéndose al suelo. Y calculando para qué lado saldría nadando si el barco se hundiera y tomando una pastilla contra el mareo detrás de la otra y… ¿Quién me mandó a estar acá?

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Un día antes de partir tuvimos una reunión con la capitana del barco para que nos explicara cómo iba a ser nuestra rutina y qué precauciones teníamos que tener durante el trayecto. Allí conocimos a nuestros compañeros de ruta. Entonces supimos que íbamos a ser siete pasajeros: Hella y Pedro, dos químicos nucleares suecos de 70 años; Bruno, un mexicano que hace 12 años que viaja por el mundo; Katharina, una alemana con dos años de travesías; y Francisco, Andrés y yo, tres argentinos mucho más novatos en la aventura de vivir viajando. Al grupo lo completaba –y lo encabezaba – Alice, nuestra capitana rubia, altísima e inglesa y su ayudante, mucho más chiquita pero no menos fibrosa, Agatha.

En la charla preliminar, Alice nos llenó de consejos. O más bien, advertencias, mientras nos tomábamos la cerveza que nos había regalado para calmar los ánimos caldeados por haber retrasado un día la fecha de salida sin previo aviso. “Calculen muy bien cada paso que van a dar dentro y fuera del barco, porque el vaivén puede ser muy fuerte y hay que agarrarse siempre”; “No se sostengan de las barandas, porque son endebles. Siempre de los cables de metal”; “No tomen alcohol: no porque sea cuida, sino porque les puede caer muy mal”; “Si necesitan tomen pastillas para el mareo, en lo posible, dos juntas antes de salir. Una vez que estamos en altamar puede que sea tarde”; “A la noche nos acostamos cuando cae el sol y nos levantamos casi cuando amanece. Quedarnos trasnochando no es una opción, porque nosotras, cuando oscurece, necesitamos timonear sin ninguna distracción”.

Ese día supimos que el viaje no iba a ser parecido al que todos nos imaginábamos, el de la postal del ricachón en plena fiesta tomando daiquiris y con música a todo volumen de fondo. Y fue cuando supimos que nuestro trayecto estaría lleno de anécdotas, aunque no todas iban a ser necesariamente divertidas.

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Cuando llegó el día de partir nos levantamos apuradísimos, ordenamos las mochilas y arrancamos. Estábamos a punto de dejar Cartagena después de más de 20 días de estadía Al llegar al Club Náutico nos enteramos que el barco aún no está listo, así que nos sentamos a la sombra –el sol del mediodía era imposible – y entablamos charlas con nuestros compañeros de viaje.
Después de una hora y media, llega Alice y en su forzado español, nos frita entusiasmada mientras aplaude: Muchachos: ¡el Odysse II está listo para salir!”

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Durante las 48 horas que duró el recorrido tuvimos una rutina infranqueable: de día todos comimos, hablamos, escribimos y –los que pudieron- leyeron al lado de la capitana, mientras timoneaba el barco. De noche nos guardábamos, a pesar de nuestra falta de ganas de irnos a dormir, al interior del barco. Ahí todo era diferente: desde caminar hasta ir al baño requería cálculos extremos, movimientos cuidados y un agudo sentido de la física de los objetos, que parecían tomar vida para venirse encima de uno continuamente.

El viaje en el Odysse II fue mi primera incursión en altamar. En esos días aprendí el lenguaje náutico, escuché historias de delfines que guiaron embarcaciones, de plancton que iluminaron caminos, de botes que se hundieron y se hunden constantemente. También, de capitanes que abandonaron sus vidas rutinarias de trabajos ordinarios y se fueron a recorrer el mundo en una lancha superando todos los malos augurios.

En esas 48 horas, además, entendí que en altamar cualquier error puede costarte la vida. Por las noches, es muy común que los capitanes se aten al barcos mientras timonean. Un pequeño descuido, un tropezón, los dejarían en medio de la inmensidad oscura y profundísima, con pocas chances de ser rescatados. Sin embargo, en esa experiencia, también vislumbré que a pesar de los riesgos que conlleva, quienes aman el agua y aprendieron a existir por y a pesar de sus leyes, no podrían ser felices fuera del inmenso e indomable mar, abarrotado de vida.
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* Viviendo con los kunas

Después de 48 horas en el Odyssee llegamos a Chichimé, una de las 365 islas del archipiélago de San Blas, en Panamá. El lugar es mucho más de lo que esperaba: el mar es aún más verde y la isla, aún más desierta. En cuanto Agatha clava el ancla, el barco vecino empieza a los gritos. Al instante, uno de los tripulantes se zambulle en el agua y viene nadando hasta nuestro velero. Se sube y la agarra de la cintura, la empuja y la tira al agua. Nadie entiende nada. Aunque después, todo se aclara: el chico es argentino y al parecer, tiene un romance con nuestra copiloto francesa, a quien no veía desde hacía semanas.

Cuando la escena se completa, todos gritan y se ríen. Los cargan como a dos adolescentes y luego, todo sigue su curso. Él se llama Adrián y hace tres años que se fue de Lanús para vivir en el Caribe. Hace dos que se compró su propio barco –rotoso, tuvo que reciclarlo casi completamente- y uno y medio que lo trabaja.

Alice da la orden y de a cinco, nos trasladamos en el bote de nuestro compatriota hacia tierra firme. Cuando llegamos, nos llevan al camping más poblado para que podamos armar nuestras carpas. Al ver los precios –con Andrés, mi novio, estamos en un viaje que nos enseñó a ser muy gasoleros- decidimos probar suerte del otro lado de la isla, y la conseguimos. Ahí nos espera Espert con su mujer y su hijo Agustín, a quienes les tocó, por orden de la Comuna que dicta las leyes de los kunas, cuidar la choza durante tres meses.

Con ellos vivimos cinco días. Allí acampamos en un predio vacío y precario, comimos pescado recién sacados del agua y nos bañamos en una ducha improvisada de hojas de palmera y bambú, con vista al mar. Al principio nos costó comunicarnos. Ellos no hablan castellano y nosotros tampoco kuna.

Para poder comunicarnos aprendimos algunas pocas palabras en kuna: “eye” (si), “sulli” (no), “nuedi” (buenos días, buenas noches, buenas tardes) y “nuegambi” (gracias). En medio de nuestras torpísimas interacciones, la comunicación fue más bien un dígalo con mímica y juegos diarios a la pelota con Agustín. Mientras, fue despertarse a diez metros del Caribe, con toda una playa para nosotros dos. Y el silencio de noche y el silencio de día.

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La cultura kuna es matriarcal. Allí, las mujeres heredan las tierras y son las encargadas de administrar los bienes mientras los hombres trabajan. Por eso, la tradición sostiene que si en una familia nacen cuatro hijos varones, el cuarto deberá vestirse como mujer y actuar como tal para poder cumplir con el rol que la costumbre tiene reservada para ellas. Bajo esa lógica, cuando las nenas entran en la pubertad se hace la mayor de las fiestas: la de la chicha. Es cuando todo el pueblo se junta y festeja la llegada de una nueva mujer a la comunidad.

Para poder ser quienes son y tener lo que tienen, los kunas tuvieron que enfrentarse al poder establecido y armar su propia revolución. Gracias a ella, en 1925 de liberaron de la imposición de los panameños y los estadounidenses (que tenían tanta o más influencia en Panamá como los líderes del mismo país) y forjaron su territorio bajo sus propias leyes. Desde ese entonces, se organizan en comunas dependientes de un Congreso, donde eligen representantes para cada región.

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Nuestra estadía en San Blas mezcló la experiencia de vivir, quizás por única vez en la vida, la sensación de caminar por una isla casi desierta en medio del paraíso y la de intentar entender y adaptarse a una cultura completamente ajena, llena de cuestiones que desconocíamos. El cruce de dos cosmovisiones diferentes en medio de un escenario de postal. Y la pregunta constante: ¿qué haríamos si nos quedáramos náufragos en alguna de estas 360 islas sin electricidad ni posibilidad de movilidad alguna? ¿Y cómo nos las arreglaríamos después, si nos rescataran, para volver a la sociedad a la que estamos acostumbrados a vivir, sin esa sensación de nostalgia por un lugar donde la naturaleza llega a su expresión más extrema, creando el misterio del todo por hacer?