Por: Ascenso Rock
A nueve años de su muerte, el fútbol sigue recordando a José Luis Sánchez con alegría. Barrio, talento, sentido de pertenencia, gambetas, goles espectaculares y la 10 tatuada en su espalda para siempre. Un personaje Made in Ascenso. Un recuerdo eterno…
Aunque no suene lógico, a “Garrafa” lo marcaron las dos ruedas. Fue una moto la que lo privó de jugar en Boca y la que no le permitió seguir viviendo. Pero lo suyo eran las pelotas, el juego que pocos podían imitar y del que hacía goleador al más burro. Divirtió a muchos, no a las masas, pero cautivó por nichos: primero en Laferrere, después en el Porvenir, un poquito en Uruguay y bastante en Banfield, donde cumplió el sueño de jugar en Primera y hasta la Libertadores.
Cuando cruzó el charco, lo hizo para llegar a Bella Vista, pero la enfermedad de su padre lo devolvió a Laferrere para estar juntos hasta que la enfermedad ganó la pulseada. A él no solo le debía el apellido, también el apodo porque se lo ganó al acompañarlo en el trabajo vendiendo garrafas de gas licuado. No le importó dejar un contrato inconcluso y mucho menos que ese incumplimiento le hiciera peligrar su carrera. Lo suyo, ya está dicho, eran las pelotas.
Estuvo a punto de ir a jugar al fútbol de Corea. Viajó con el entonces presidente de Banfield, pero no firmó el contrato: supuso que aunque se entendiera con la número cinco en la cancha,no iba a poder con el idioma y las costumbres. Siguió en el Taladro, donde ya había firmado un contrato poco después del ascenso. Lo primero que hizo fue cambiar el Fiat Uno por un Clase A de Mercedes Benz. Gris. Igual que con el auto viejo, dejaba que lo manejen los juveniles que entrenaban con la Primera.
Ídolo en el Taladro, le tocó jugar poco en la mejor época que le tocó estar: Julio Falcioni no es amante de los enganches en una época en la que incluso, su 4-4-2 era más inflexible que en la actualidad. “¡Cuándo me vas a poner, hijo de puta!”, gritó en una concentración mientras golpeaba la puerta de la habitación del técnico, que Garrafa estimaba deshabitada. “¡Nunca, gordo!”, le gritó desde adentro Pelusa, entendiendo que se trataba de una ocurrencia de quien pasaba de burlador, a burlado. Además, fue titular la fecha siguiente ante Lanús.
Lo dejaron libre de Banfield, le tocó irse por la puerta de atrás. No lo dudó y se fue a Laferrere, tenía 31 años y mucha cuerda todavía y pensaba retribuirle de esa forma al club donde se había formado. Mientras sus ex compañeros del Taladro estaban de Pretemporada, Garrafa jugaba con la moto en la calle de su casa. La colgaba y andaba en una sola rueda; maniobró mal, perdió el control y se estrelló con la cabeza en un cantero. Agonizó unos días, con muerte cerebral irreversible y un 8 de enero, se acabó la magia.
Lo lloraron en Laferrere, en Banfield, en Gerli y en cada rincón, incluso, en que lo padecieron con un firulete, un pelotazo al vacío para un compañero que quedó solo frente al arco, con la carrerita para los penales que patentó y le copió hasta Ortega en River y ya es común ver en algunos mundiales.
Jugador de clase única, renegado de la elite, por tener pelotas y saber qué hacer con ellas. Tiene una estatua, obra de Jorge Goinco, varios homenajes artísticos en plazas y hasta una película, en la que su director, Sergio Mercurio, pintó con sus mejores trazos lo que dejó “El Garrafa”.
Texto de Luciano Bottesi / Diario Popular
Pocos jugadores tienen película propia, Garrafa fue un distinto y no se olvida. Por eso tiene su homenaje.
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