Por: Mati Shapir
Jamás en la historia de Boedo se había llegado a un punto de inflexión tan oscuro como el de hoy.
Cerca de las 11 AM Nico me empezó a mirar con esa cara tan típica que, por donde la mires, expresa: “Me estoy cagando ahora mismo, ¿calle o terraza?”. Nico está en un período del año en que las consecuencias de ignorarlo suelen ser muy severas, por lo que decidí darle lugar a su pedido.
Bajamos inocentemente por las escaleras sin imaginar que en el pasillo central se encontraba Pablo Tetilla, completamente enjabonado junto a una cubeta de agua. No me refiero a un típico balde de plástico, sino a un recipiente mucho más sofisticado, posiblemente de algún metal pesado.
Nos acercamos despacio para no asustarlo. Él estaba dándonos la espalda y enjuagándose la parte interna del antebrazo. Nico levantaba alto el hocico y las orejas, probablemente tan sorprendido como yo por el hecho de que Pablo Tetilla, contra todo lo que uno podía suponer, sea un hombre que se higieniza las axilas con jabón.
En un momento dado, Pablo se da vuelta, quizá para agarrar una esponja naranja que se encontraba detrás de él, y se sobresalta al vernos.
—¡uh! ¡que susto me diste! —me dice— ¡todo bien!, ¡todo bien! —aclara enérgico, como si yo le hubiera preguntado—. Estoy acá bañándome porque tengo una reunión por un posible trabajo y no me llega el agua al tanque.
Fijate la soberbia que tiene este tipo, la forma en que me subestima, que cree necesario aclarar que no le llega el agua al tanque, como si no lo supiéramos todos desde hace tiempo.
—No te preocupes que esto se soluciona en unos días —me dice sin advertir que, ahora que lo veo lavándose los sobacos, estoy mucho menos preocupado que antes—. Estoy tratando de comunicarme con el plomero Pablo —dice al pasar.
El plomero Pablo es la antítesis de un hombre honesto, o en criollo moderno, un gordo hijo de puta. Vino en diciembre con su perturbado hijo vegetariano que no paraba de comer naranjas de mi heladera, y no sólo las quería peladas, sino que escupía la pulpa porque “no le gusta la consistencia”. El plomero Pablo no sólo es el típico plomero que te clava en 4 de cada 5 citas, sino que viene al quinto encuentro con su pequeño hijo vegano, te liquida la poca fruta que tenés en la heladera, te saca 830 $ por un trabajo a medio hacer, y no vuelve. Lo escracharía en este blog si no fuera porque sus brazos tienen el diámetro de la parte más gorda de mis piernas.
—Bueno, suerte con eso —le dije a Pablo Tetilla refiriéndome a su búsqueda del plomero Pablo, y traté de irme antes de que a este rengo miserable se le ocurriese preguntarme si podía usar mi ducha algún día.
Intenté llegar a la puerta lo más rápido que pude. Nico seguía en su asombro, torciendo el cuello hacia atrás para ver a Tetilla, ahora enjuagándose las piernas.
Estábamos llegando a la puerta, ya confiados del éxito de nuestra salida. Nico, especialmente ansioso, empezó a preparar sus movimientos intestinales porque sabe que no tiene demasiado tiempo, dispone exactamente de los minutos que tardamos en realizar una caminata hasta la esquina ida y vuelta. Estiré la mano para agarrar el picaporte, cuando se escucha “¡pará, pará, huevon!. ¡Me olvidé de decirte algo!”.
No sé si fue antes o después de verlo renguear hacia mi totalmente enjabonado, pero me empezó a picar todo el cuerpo por el fastidio de toda la situación.
—¿Viste lo del papa? —dijo él, mientras se limpiaba un resto de jabón de la ceja derecha.
—Escuché algo, si —le dije yo.
—Vos y yo podríamos ayudarnos mutuamente —dijo mientras me apuntaba con el dedo índice.
—Si… me ayudaría mucho que me dejes ir a pasear al perro —le dije ya de espaldas, abriendo la puerta.
—Andá tranquilo —dijo él—. A la tarde te toco el timbre.