El viento de verano

#CuentosCortos

El consultorio se le hizo más pequeño a medida que pasaban los minutos y los silencios cada vez más prolongados. Trató de mantenerse sentado, mirando los retratos que se sostenían prolijamente sobre la repisa que dominaba la pared de color ocre.

Observó los rostros, los gestos, e hizo lo posible por no regresar su mirada hacia el doctor Martínez, que pacientemente y con una comprensión alarmante, esperaba su procesamiento dificultoso de la información.

Realmente no sabía qué decirle. Nunca es fácil ponerle palabras a las cosas que no tienen mucha explicación y menos a las cosas que se sienten y uno no entiende por qué se sienten así.
El doctor Martínez tampoco tenía el día entero para él, y a pesar de su tacto habitual para las frases evocadas con rigor y profesionalismo, esa vez carraspeó y rompió la valla que unos segundos atrás parecía infranqueable entre los dos.

Alberto respiró, agradeció con un gesto amable y se levantó a duras penas. Mientras cruzaba la esquina del almacén de Isabel, recibió el viento tibio, ese viento característico de las tardes de Verano en el pueblo.

La calidez reinante en el aire le recordó tiempos pasados, cuando corría apresuradamente por las calles empedradas para no llegar tarde al partidito con los muchachos. Beto, Raúl, Quique, Ezequiel, Mariano, Carlos y Miguel. Sus amigos, los personajes de siempre, los compinches, los hermanos elegidos. Esos encuentros deportivos se volvían interminables, finalizaban con resultados abultadísimos, veinte goles como mínimo en cada arco, y decir arco era una cuestión de cortesía ya que estaban delimitados por baldosas rotas que cumplían la función imaginaria de postes y que se habían tomado el trabajo de seleccionar en la placita que bordeaba la laguna.

Alberto se sonrió y pensó que ya no le daban las piernas para jugar un partido, pero no podía evitar emocionarse vislumbrando su joven figura esquivando amigos con la pelota bajo la suela, con la camiseta de Boca que le había cosido su mamá, porque en casa no tenían plata para comprarle una, sudando gotas de alegría y fervor, esperando el momento preciso para encarar al arquero de turno y tirarle un caño que fuera directo al fondo de la red, esa red que él y todos sabían que no estaba, pero que fantaseaban cómo se inflaba por la llegada del balón. Y después sí, salir a gritar como un loco, sintiéndose una de esas estrellas de fútbol que todos los relatores aclamaban por la radio, esos tipos por los que todos aplaudían en la pizzería de Don Tito cada vez que metían un gol.

A su papá le encantaba la pizza que hacía Don Tito, porque era así, y en su cabeza se dibujaba el gesto que hacía el padre, juntando un poco el dedo gordo con el índice pero separados por varios centímetros de distancia, para dar muestra del tamaño de la masa, que era bastante gruesa y que con la muzzarella que caía de ambos lados se volvía una combinación perfecta.

Tenía la imagen estampada de su padre en la memoria, y trataba de dilucidar qué palabras pondría él para un momento como éste. Y se convenció de que su padre no era un hombre de muchas frases, sino que se encargaba de decir las cosas a través de su mirada. Una profunda y larga mirada podía significar desde un reproche hasta una caricia. Y Alberto ya había detectado las señales ocultas detrás de cada parpadeo, detrás de cada brillo en sus ojos.

Para este momento sabía muy bien qué mirada le tendría destinada su padre, por eso, la última cuadra que lo separaba de su hogar, la caminó con paso seguro, tranquilo, porque no había nada de qué preocuparse.

Cuando depositó las llaves en la cerradura, escuchó la voz de Blanca, cantando un tango, del otro lado de la ventana que daba a la calle.

Se le llenaron los ojos de lágrimas pero contuvo la cerrazón que se le estaba formando en la garganta y esperó unos segundos, hasta que Blanca terminó la canción y ahí se dispuso a cruzar el umbral.

Una vez adentro, recibió el olor del puchero que venía desde la cocina y avanzó como en un sueño, dejando sobre el sillón, el saquito que se había llevado por si refrescaba, tal como se lo había pedido su mujer.

Le pareció difícil desandar los metros que lo llevaban hasta su habitación, los pies le pesaban como si tuviera dos enormes piedras atadas a cada zapato.

Seguro todo tenía una razón de ser, una explicación. Fue la única respuesta que encontró a esa nebulosa que invadía su cabeza en ese instante. O tenía que tenerla. No podía entender que todo fuera porque sí, que no hubiera algo que le diera un sentido a lo que pasaba, a lo que estaba ocurriendo.

Verdaderamente ya no le importaba demasiado que le dijeran que la vida se regía gracias al tiempo, a los años, que cada persona que se despertaba en este mundo tenía un ciclo, una fecha de vencimiento como decía el tío Humberto, no le importaba para nada.

Porque ahora, después de recorrer tantos kilómetros, después de tantas jornadas de esfuerzo, cansancio, amor, desamor, esperanza, júbilo, temor, después de todo eso, había que irse. Y lo peor, es que no tenía idea a dónde. Nadie podía asegurarle nada.

Ya se había peleado varias veces con el que tenía las respuestas a sus preguntas.

Y tras muchas idas y vueltas, se había vuelto a reconciliar, pero más que una reconciliación había sido un pacto, un arreglo tácito entre ambas partes, un acuerdo de paz, o tal vez de fe.
Pero por más que le buscara una justificación, no podía aceptar. Y no podía hacerlo por una sencilla razón. No quería que todo terminara. No quería dejar a Blanquita sola.

Y en el fondo no quería, porque tenía miedo, estaba enormemente asustado por la ferocidad de esa tormenta del no saber, no tener la certeza de que una vez que sus horas se esfumaran, hubiera un reloj con las agujas moviéndose en otro lugar. Y eso llevaba a la posibilidad de perderla para siempre.

No sabía cómo decírselo. Si de algo estaba seguro es de que no había forma alguna de expresar lo que tenía que expresar. Se iba a quebrar, a romper en mil pedazos y eso sería aún más terrible, porque ver a Blanca llorar era algo que jamás se permitía.

¿Y entonces? ¿Qué iba a hacer con lo que quedaba de ahí en adelante?

Tampoco sabía cuánto era, el doctor Martínez no había sido tan específico, pero sí había sido determinante.

Sentado en el borde de la cama, pensó varios minutos, y se vio reflejado en la frialdad del espejo. Cuando por fin se levantó, dejó de lado la voz que vociferaba dentro de su mente. Puso en movimiento los resortes que nacían desde el centro de su corazón. No utilizó la lógica porque hasta ahí no le había servido para nada.

Entonces se acercó hasta el portón que permitía el ingreso al sótano de la casa y buscó entre los escombros que se apretujaban detrás de un viejo placard. Buscó un largo rato y luego sí, frenó el movimiento frenético de sus manos y se quedó mirando unos segundos el pequeño proyector que tenía enfrente. Le quitó el polvo con una franela y mientras lo sostenía con el brazo izquierdo, recogió de la caja de madera los rollos gastados de película 8 mm. Mientras cerraba el portón, oyó los pasos de Blanca que se acercaban por el corredor.

Sin dudarlo un momento, esperó que sus caminos se juntaran y cuando la tuvo cerca, la tomó de la mano. Ella se sobresaltó al verlo y le preguntó por qué había tardado tanto si la casa de Miguel quedaba a pocas cuadras.

Él no contestó, sólo se limitó a sonreírle y a llevarla hasta el sillón rojo de pana donde habían compartido tantas tardes y tantos mates con cáscara de naranja. Ella, sorprendida, decidió no interrumpir su ritual.

Alberto colocó el proyector sobre la mesada y acomodó los rollos de manera que empezaran a correr ni bien encendiera el aparato.

Accionó el botón y luego se sentó junto a Blanca, mientras ella lo observaba con los ojos iluminados.

En la pared empezaron a desfilar imágenes de aquel viaje que habían hecho por la Costa, cuando todavía eran novios y no había planes de casamiento.

Blanca se rió fuerte cuando vió a Alberto tropezando en la arena y casi cayéndose de bruces mientras la filmaba a ella junto al mar.

Unos minutos más tarde, apareció el jardín de la primera casa que compraron con el esfuerzo de ambos, a puro sudor, con dos trabajos cada uno, pasando semanas sin dormir.

Después llegó el momento de verla a Blanca embarazada, con Natalia dando vueltas en la panza, que días venideros sabrían que no era sólo Natalia, sino Natalia y Joaquín, los mellizos tan esperados.

El rollo se estaba terminando, y ellos no querían que así fuera, no querían que se apagara la película de sus vidas, esa película que construyeron juntos, con sus errores y sus aciertos, con sus dolores y sus dichas, con todo lo que había sido y con todo lo que faltaba por llegar. Entonces Alberto supo que Blanca sabía, y que ella también había decidido callar, porque no había palabras que pudieran sanar ni salvar nada.

Sólo ellos podían salvarse, siguiendo unidos hasta que todo terminase.

Alberto apoyó su cabeza sobre el hombro de Blanca, que le acarició el cabello encanecido, y cerró los ojos, disfrutando de la calidez de sus dedos, esa calidez tan parecida al viento de verano, el mismo que lo hacía sentir joven, el que lo hacía soñar con empezar de nuevo.