Por: Claudio Cuscuela
Toda esta cuestión del tiempo a veces me hace pensar. Es tan raro. Cuando las cosas que viviste y que parecían abandonadas en un pasado remoto, vuelven así como si nada, se aparecen ante vos y de repente sos el mismo de aquella vez, tenés la misma edad, el mismo color de pelo, los mismos sueños, las mismas incertidumbres. Sin embargo, cuando te tomás el atrevimiento de mirarte al espejo para confirmar que realmente ese que fuiste está impreso en el vidrio, como si nunca se hubiera ido, como si toda esa cadena de sucesos que llevaron tu vida hasta el lugar donde ahora estás jamás hubiera existido y el camino borrara tus huellas para que puedas volver a crearlas, justo en ese momento el encantamiento se esfuma y te deja parado en el medio de la habitación, estupefacto, enredado en tu propia telaraña, esa que te suele conducir a las preguntas que menos querés hacerte pero que no se van de tu cabeza de ninguna forma.
Creo que el problema es el día. Y no hablo del clima eh. Antes quizás sí, me dejaba cambiar el humor por una mañana nublada o por un atardecer con el sol bien bajito, besándole la mejilla al horizonte. Ahora ya no. Ya no es ése el tema. Me refiero a que el problema es el día porque hoy, al igual que todos los años, me toca celebrar. Y en esa celebración siempre llueven los recuerdos, las imágenes, las sensaciones impregnadas en la retina, y por supuesto, como dije antes, toda esta cuestión del tiempo.
No es fácil. Cualquiera podría decir que sí. Y en una de esas tienen razón. Qué sé yo. Pero no me puedo olvidar. Y si alguien quiere venir a juzgarme que lo haga, no creo que ninguno de esos que atinen a levantar el dedo sepan con tanta certeza de lo que hablo.
Ellos no estuvieron ahí. No supieron lo que es sentirse así. Sentir que las paredes de la Tierra se pueden estar destruyendo, y vos sin que te importe nada, sin instinto de supervivencia, absorto frente a lo que tus ojos ven, aceptando que si ese es el final, si así tiene que ser, pues bien que lo sea, porque no necesitás otra cosa.
Igual nunca se lo dije a nadie. Ni lo haría tampoco. Van a pensar que estoy loco.
No.
Viejo sí, loco no.
Los muchachos del barrio (muchachos debería haberlo puesto entre comillas, pero bueno uno trata de que la abultada cantidad de años no se refleje en las palabras), me ven pasar y me saludan desde sus ventanas y supongo que imaginan cualquier cosa, porque salir con este frío a recorrer las calles es de un corajudo, o de un aventurero como le gusta decir a Horacio.
Yo prefiero no explicarles, si después de todo no lo van a entender. No creo que se acuerden. Y si se acuerdan no le van a dar la importancia que tiene para mí.
Se hace de noche y en el patiecito de la casa abandonada brindo conmigo mismo. No sería un festejo si no levantara la copa y tomara aunque sea un sorbito en honor a ese día. Con uno solo alcanza.
Al principio me pareció medio tirado de los pelos todo este tema del aniversario. Porque pensándolo bien, no es algo muy normal, ya lo sé.
Pero bastó con llevarlo a cabo la primera vez para caer en la cuenta que el resto de los días no importaba. Que esa jornada, cada año a la misma hora y en el mismo sitio era lo único que valía la pena.
Y valía la pena porque era como volver a estar ahí.
Sentado al lado tuyo, viéndote en penumbras, con la luz entrando por la puerta que daba a la cocina y las estrellas haciéndonos compañía, escuchando lo que decíamos pero sin contárselo a nadie, porque era algo nuestro, algo que viajaba de un corazón al otro, sin intermediarios más que las sílabas regaladas por tus labios, y luego el silencio y tus ojos y la espera ansiosa de mis manos por tomar las tuyas, para sentirte más cerca aún, creyendo que de esa forma podía retenerte junto a mí e inmortalizarte en mi memoria, y tu sonrisa, Dios, qué adjetivo podría encontrar para tu sonrisa que sea suficiente y que te retrate a la perfección, esa sonrisa capaz de hacer a un costado las dagas heladas del invierno, y abrazarme con el lazo más cálido y protector, alejándome de todo resabio de dolor o miedo, ahuyentando los fantasmas propios y los ajenos, los que se esconden en las sombras y carcomen el alma por dentro, iluminando todo a tu alrededor acaso sin saberlo, acaso sin tomar noción del fulgor que rodea tu cuerpo y te hace ser más bella aún, con el fuego que despiden tus pupilas incandescentes.
Eras todo para mí. Y lo vas a seguir siendo hasta que las horas se acaben.
Sos todas mis razones.
Sos el amanecer, el atardecer, el desvelo, la fervorosa alegría, los anhelos, la arena deslizándose en el reloj, marcando el devenir de mis momentos, mi principio y mi fin, todo lo que soy y todo lo que no tengo.
Ese fue el día o mejor dicho, la noche más feliz de mi vida.
Por eso hoy estoy acá sentado.
Por eso hoy, mientras las luces se van extinguiendo, miro las estrellas y te recuerdo. Vuelvo a esa noche mágica para seguir respirando, sabiendo que jamás volveré a ser tan feliz.
Es un aniversario con mi felicidad. Ella y yo somos conscientes que debemos encontrarnos cada año en este lugar.
Quizás les parezca estúpido. No puedo hacer nada contra eso.
De vos sólo sé que te casaste y formaste una familia.
Es justo, lo merecías.
Tal vez no me recuerdes, o sí.
Tal vez pasaste alguna tarde por esta casa abandonada y te metiste despacito, sin que nadie se entere, como hago yo, para imaginarme ahí junto a vos tomados de la mano, en un instante que me prestó el Mundo para tenerte conmigo y que como todo en esta vida, vino a cobrárselo después.
No lo sé y probablemente nunca lo sepa.
Sólo me queda seguir tiritando de frío, pero no pienso moverme de acá. Todavía queda otro sorbo de champagne en la copa.
Y todavía estamos juntos.
Por favor, quedate un rato más.
Y si no es mucho pedir, dame la mano.
A tu salud.