Por: Claudio Cuscuela
Quedan unos cuantos pasos todavía. La seguridad al caminar es importante, por lo menos eso escuché muchas veces, o leí en algún lado, la verdad es que no me acuerdo. Pero sí, definitivamente es crucial mantenerse erguido los metros que restan hacia la puerta. Y hacer fuerza con las manos para que no se muevan demasiado, no sea cosa que alguien note que tiemblo como si fuera un nene. El bullicio probablemente esté distrayendo a aquellos que ponen la mirada sobre mí y si tengo suerte les hará olvidar aunque sea por unos segundos de mi sostenida travesía entre la multitud.
No puedo creer que sea tan difícil seguir moviéndose hacia adelante. Tan sólo tengo que concentrarme en cumplir con mi objetivo, un pie ganándole en la carrera al otro, así una y otra vez, sin detener la marcha, esperando que la distancia se acorte rápidamente y después sí, respirar aliviado y refrescarme con la certera tranquilidad de que ya está, ya pasó lo peor.
Las palabras protocolares ya fueron dichas, los silencios incómodos se hicieron humo y las miradas que atan, ya soltaron sus cabos y ahora es tiempo de no vacilar.
Alrededor el mundo se sigue moviendo de la misma forma que siempre y es ahí cuando entiendo que hay muchas otras caminatas casi programadas igual que la mía. El tipo que me antecede por alguna extraña razón no deja de silbar y parece que esquiva a las demás personas con una especie de sexto sentido porque cada dos por tres cierra los ojos sin chocarse con nadie.
La mujer de cabello rizado que aceleró a mi costado derecho, chequea el reloj hasta el hartazgo mientras sigue su recorrido frenético. Habla sola o al menos me parece que lo hace, porque sus labios danzan incesantemente y parece asentir con la cabeza a esas frases que no llego a oír.
El pibe que se sentó en una de las filas y al que acabo de bordear, toca impacientemente los acordes de una vieja canción que canté mil veces pero que nunca supe el nombre. Mira la guitarra concentrado, pero no tiene los ojos en las cuerdas, están en el suelo, como si estuviera traspasándolo, viendo allí un rostro al cual le sonríe con una nostalgia que no se extingue, y los que están atrás esperan que cambie de tema, porque siempre es la misma melodía, pero el pibe sigue ahí como si nada, en su propia cajita musical.
Y viendo la pequeña película de sus vidas, mejor dicho, el fragmento que yo me imagino, que no sé si será el principio, el nudo o el desenlace de sus conflictos, olvido un poco las peripecias de la mía. Y sin darme cuenta del todo, ya falta menos, la puerta está más cerca. Falta que los que están desde hace un rato estancados en la hilera de pasajeros entreguen sus tickets, para que llegue mi turno y poder pasar de una buena vez la bendita puerta.
El latido que tenía en la sien hace algunos minutos parece cesar de a poco. Las manos ya no me sudan tanto. Quizás es porque el sonido me impide escuchar sus voces. Y de esa manera la melancolía no puede escapar de su prisión. Está agazapada, lo sé. Espera el momento justo para atacarme y despedazarme por completo.
Nunca nadie me explicó cómo es esto de las despedidas. Nadie eh.
Porque a uno le enseñan muchas cosas. A leer, a escribir, a sumar, a restar, a cantar el himno, etc. Pero nadie se toma el atrevimiento de enseñarte correctamente cómo es el proceso de alejarse de algo o de alguien. Probablemente porque nadie tiene la más mínima idea de cómo actuar frente a algo así.
Y no me vengan con la pantomima de los abrazos, las caricias, las palmadas, los besos en la boca, los buenos augurios. No. Eso no es despedirse.
Despedirse es mirar a los ojos a la otra persona y sentir el vacío de saber que esa imagen que tenés ante vos, va a convertirse lisa y llanamente en eso, una imagen. Una imagen que vas a intentar no borrar nunca, y que muy a pesar tuyo, y por un paradójico capricho del destino, lentamente se va a ir volviendo difusa. Porque se va a hacer complicado recordar las muecas, los implícitos mensajes de las sonrisas, los colores de la voz, el ardor de las pupilas.
Hasta que algún día, esa foto que tu cabeza guardó para siempre, te venga a buscar en un sueño y puedas verla otra vez con vida, y cuando te despiertes, te gane de nuevo la tristeza de esa despedida que se repite incansablemente y que nunca supiste cómo cerrar.
Pero para evitar males mayores, saco el ticket que tengo en el bolsillo y se lo entrego al muchacho que me va a permitir que aborde al avión.
No fue tan terrible después de todo.
Hasta que todos los demás ruidos se acallan, como si alguien hubiera apagado una radio y sólo suena una voz a lo lejos.
Yo no puedo contra esa voz. Sencillamente no puedo. Mi cuerpo se rinde ante ella.
Por eso giro y la busco entre la marea de gente.
Y veo las zapatillitas escabulléndose con agilidad hasta mis propios zapatos.
Se le traban las palabras, todavía es muy chica para saber agruparlas.
Pero yo le entiendo todo, porque hay algo que va más allá de unas letras ordenadas, algo que excede el abecedario.
Se toma de mi pierna y me mira entre llorosa y sonriente y me dice Papá, con la “p” arrugada por la congoja.
La levanto en brazos y le seco las lágrimas. A lo lejos la veo a Mariana, que frunce los hombros en señal de que no pudo hacer nada.
Ella también baña con su llanto la luz que despide su rostro.
Nunca nadie me enseñó cómo es eso de despedirse.
Por eso y con gran sensatez voy a huir de lo que no sé hacer.
Pido el ticket y me doy media vuelta.
El pibe de la guitarra todavía sigue tocando. Me parece que cambió de canción. Ésta no la conozco.
Salgo de la fila con mi hija en brazos y mientras le digo que se quede tranquila, que Papá no se va, Mariana agarra las valijas y me pregunta qué quiero cenar esta noche.