Todavía no te diste cuenta

#CuentosCortos

Todavía no te diste cuenta. Y yo disfruto un poco de que no lo hayas notado, porque me siento menos expuesto, menos acorralado por el hecho de que vos no sepas que estoy ahí, parado, congelado como una estatua, mirándote desde la vereda de enfrente, estancado en el fuego que despiden tus ojos marrones.

Hace un rato largo que pienso en seguir caminando, pero creo que es el movimiento que hace tu mano cuando te corrés el pelo de las mejillas lo que me mantiene atado, aunque en realidad estoy seguro que no es sólo eso, probablemente sea el reflejo del sol brillándote en las pupilas, o la simpleza con que cambias de página en el libro que estás leyendo.

Ya me chocaron tres o cuatro veces, recibí un par de insultos, pero la verdad, tengo que admitir que los 20 minutos que pasaron desde que me frené hasta ahora, fueron los minutos más felices desde hace mucho tiempo.

Sé que no voy a cruzar, que me falta el valor suficiente para dar el primer paso, la zancada precisa para dejar este altar desde el que te miro y que me sostiene en las sombras aunque el sol queme sin pedir permiso.

Sé que no voy a acercarme a vos, por la sencilla razón de que ni siquiera levantaste la mirada hacia dónde estoy, no iniciaste el proceso de devolverme una respuesta con tus ojos, y no soy de esos tipos que creen demasiado en su suerte.

Son como las 3 de la tarde y Buenos Aires se convierte en ese lugar tan extraño donde las almas se mueven a una velocidad feroz, y el tiempo pasa sin dar demasiados rodeos, sin permitirse una tregua, una pausa.

Vos pareciera que estás más allá de esa ciudad que te rodea, inmersa en el mundo de las letras que habitan en tu libro, en las historias que te cuentan las hojas gastadas de esa pequeña edición de bolsillo, y puedo ver, que no hay forma de que salgas de ese ensueño en el que estás metida, porque tenés la sonrisa adosada al rostro, pero no es esa sonrisa que uno esboza cuando algo repentino lo expropia de su cotidiano pensamiento, es una sonrisa permanente que queda dibujada debajo de tu nariz perfecta, y que es la prueba más fehaciente de que tu felicidad no reside en las cosas grandes, las que no se alcanzan, sino en las más simples, las que están al alcance de la mano, las que quizás todos puedan tener, pero que nadie entiende para qué sirven, y que para vos, cobran un significado distinto.

Creo que sí, que ya pasaron 40 minutos y seguramente no llegue a la reunión que tenía pautada para dentro de un rato. Entonces veo que el semáforo se pone en rojo y que se abre un surco entre la manada que acelera su marcha por Rivadavia. Lo pienso una, dos y tal vez tres veces, y como para mí la tercera nunca es la vencida, lo pienso una cuarta y ahí sí, me pongo la capa del superhéroe que no soy y avanzo con una seguridad que desconozco hacia donde estás sentada con la frescura de una mañana junto al mar.

Creía que el primer paso era el más difícil, pero ahora me doy cuenta de que no, que lo más complicado viene ahora, cuando tengo que sentarme al lado tuyo y explicarte de alguna manera porque te estoy sacando del regocijo de tu novela.

Siempre pensé que las palabras eran un camino para llegar a algo o a alguien, ya sea un lugar, un objetivo, una persona. Siempre confié en que se podía conseguir todo y también perder todo gracias a las palabras. Sé que son poderosas, que manejan los hilos de nuestros pensamientos y que nos ayudan a desandar el sendero de las explicaciones, las frases más profundas, aunque también las más incoherentes.

Ese poder, esa fuerza inusitada con la que cuentan las palabras, de repente, como por arte de magia, como si un ser invisible las borrara de mí de un soplido, desaparece justo en el momento en que tengo que decirte lo más importante en lo que va de mi día. O de mi año. No quiero decir de mi vida, porque suena demasiado exagerado y porque me deprime pensar que lo único sincero, interesante, valiente que tengo para expresar sea esto.

Pero sí, es esto, y muy adentro mío sé que es esta oportunidad, que es éste el instante en que los pies abandonan el camino que marcan los mapas y toman una cortada, una tangente, una ruta que no aparece en ningún lado. Porque en realidad (y de eso me hago cargo completamente, es una opinión únicamente mía), las verdaderas decisiones son aquellas que se salen de lo esperado, son los volantazos que te sacan de la cotidianeidad, que te rompen los esquemas, que te hacen darte cuenta que sos libre, sí, con la pomposidad de esas cinco letras, l-i-b-r-e, y mientras las separo mentalmente con el guioncito, imagino mi cara de estúpido, y trato de hacer como que en realidad me estoy acordando de algo, como para que vos, que estás al lado mío pero todavía ni me miraste, no notes la imbecilidad que estoy haciendo. La cuestión es que ya estoy acá, y no hay forma de volver atrás.

Sé que no puedo decirte una cursilería, ni una de esas frases predeterminadas por la mente machista para marcar territorio, sería caer en algo que no soy, sería convertirme por un segundo en una mentira, en una proyección vespertina de mí mismo, ahí, en ese banco de plaza que nos une y nos separa a la vez, porque vos estás bien pegadita al extremo izquierdo y yo al derecho, y mientras parpadeás caigo en la cuenta de que estoy perdido, que la batalla está terminada desde que me frené en la vereda de enfrente, y te vi, y el hechizo empezó a cobrar efecto, el reloj dejó de importarme y el mundo que antes giraba como si todo fuera a seguir hacia delante, había dejado de girar o por lo menos yo ya no giraba con él.

Muchas veces escuché esa frase que dice que el tren pasa una sola vez, y que uno tiene que subirse, porque sino ya está, no hay una segunda llamada, no hay ni otro viaje ni otra estación, no hay más nada. Cada vez que la escuchaba pensaba que resulta casi imposible tomarse ese tren del que todos hablan, ya que si fuera tan fácil entender que es ése y no otro, que esa es la última chance o la única, y que de esa manera uno encuentra para siempre la felicidad esparcida en cada vagón, todos serían enormemente felices, dichosos, y lamentablemente creo que todos no son enormemente felices, ni dichosos, y lo que más me duele pensar cada vez que escucho la frase, es que a la mayoría, el tren ni siquiera les pasa cerca.

Pero hoy terminé por entenderla. Terminé por aceptar que todos tenían razón. Justo cuando estaba decidido a saludarte, cuando sentí que los planetas estaban alineados para decirte las primeras sílabas de ese “¿disculpame, te puedo molestar un segundo?”, justo ahí cerraste el libro, miraste hacia el lado de la fuente, que hasta hace unos minutos estaba casi desolada, y te levantaste sonriendo, con la alegría brotándote de los poros y las manos urgentes, los dedos inquietos. Caminaste algunos metros con apuro y luego sí, cuando quedaba poco para que llegues, corriste sin timidez alguna y lo abrazaste, con un beso de esos que se dan cuando se extraña mucho a alguien.

Yo lo sabía, en el fondo sabía que esas cosas eran las que estaban destinadas a pasarme, que me habían ocurrido una y mil veces y que aún así seguía empecinado en continuar dándome la cabeza contra la pared. Pero quizás pensé o mejor dicho, soñé, que hoy podía ser un día distinto. Pensé que tal vez hoy era la jornada en donde iba a desaparecer del mapa, iba a tomar las coordenadas que no están aún dibujadas, pero no, evidentemente, todas mis coordenadas llevan al mismo lugar.

Por eso mientras camino por Rivadavia, me obligo a mirar hacia abajo, sin distraerme, moviéndome al ritmo de los demás, sabiendo que no puedo salir de esa rutina agobiante que no me deja escapar, que el brillo no es para mí, que tengo que mantener los ojos alejados de lo que pueda hacerme volar, creer que puedo ganarle a esta soledad tan cruel que no me permite ni una mano con ases a favor, con cartas de esperanza.

Tendría que terminar acá, ponerle un punto final a este monólogo egoísta que baila ahora dentro de mi sien. Pero siempre cometo el mismo error. Hablar en presente de todas las cosas, como si la vida siempre fuera el ahora y nunca hubiera un pasado ni un futuro. Sólo un eterno presente. Sepan disculpar, no soy bueno con los tiempos verbales, y prefiero, aunque siga siendo un vicio, perpetuarme hablando en presente.

Lo bueno es que vos todavía no te diste cuenta. No notaste que estoy mirándote desde el otro lado del jardín, mientras hago que escribo este diario, y mientras vos hacés que leés un libro, el mismo que leías aquella tarde, pero yo sé que te estás haciendo la boba y que cada vez que cambiás de página sonreís, porque me ves de refilón detrás de la tapa, devolviéndote la mirada.

Si pudiera les contaría que el día que te conocí no fue el día que empezó nuestro amor. Si tuviera un rato más les explicaría que la tarde siguiente te encontré llorando en ese mismo asiento, triste, enojada por haber descubierto su engaño. Si pudiera les diría qué fue lo que te dije para robarte una sonrisa. Pero no puedo. Porque es hora de recorrer la distancia que me separa de vos, para agarrar el libro y darte un beso, uno de esos que se dan cuando uno quiere mucho a alguien.

Creo que ya me leíste la intención en los ojos, o quizás no, quizás todavía no te diste cuenta.