El vidrio que nos separa

#CuentosCortos
El café se está acabando. Un frío punzante esconde a los transeúntes en la entrada del humilde bar. Los veo amontonarse en la puerta y me compadezco de lo que les sucede, quizás porque hasta hace un rato, estaba en su misma situación.
La nieve cae lentamente y se deposita en los abrigos, en las copas de los árboles, en los techos de los autos.
Me entretengo pensando que estoy en un país ajeno, extremadamente lejos de mi hogar, y disfruto de la impune sensación de saberme un desconocido, un don nadie, un anónimo en medio de tanta gente.
Y en ese regocijo, en esa satisfacción efervescente, me tomo el tiempo de mirar.
No hablo sólo de dejar la vista clavada en algo y punto.
Hablo de mirar. Estudiar. Escudriñar. Leer en el fondo de las cosas, o lo que yo creo que es el fondo.
Ahí donde aparecen algunas respuestas generadas por uno mismo, destinadas a tratar de socorrer la marea de preguntas que suelen agobiarnos.
Uno contra el misterio. Uno buscando explicaciones donde tal vez no las hay. Uno intentando entender el por qué de las reacciones, de los impulsos, del miedo, de las inequívocas señales del amor. Y también de la existencia irrefutable del destino.
El hombre que dibuja detrás del ventanal, hace aproximadamente una hora, está inmerso en la confección del rostro de una mujer sobre la enorme hoja de papel. Luego de trazar lentamente el contorno de los párpados, libera uno de sus dedos y lo utiliza para acariciar levemente la línea y así esfumar con suavidad la sombra de las pestañas sobre los pómulos. No está retratando a ninguna persona.
Todo parece nacer de su mente, de una imagen alguna vez vista, de un recuerdo. Un perro pequeño y peludo descansa junto a sus pies.
De tanto en tanto, el artista le echa una mirada y el animal se la devuelve, como si se entendieran sólo con ese gesto.
El hombre le da una palmada sobre el lomo y el perro lame su mano agradeciéndole.
Alguien choca de costado mi mesa y me saca de mis elucubraciones. Continúa caminando sin pedir disculpas, como si yo no estuviera allí.
Quizás yo no sea sólo un desconocido, sino también un tipo invisible. Podría ser. No estaría mal después de todo.
Ese alguien que me arrancó de mi ensimismamiento es una mujer. Tendrá algo así como unos treinta largos o por qué mejor no redondear, y decir unos cuarenta. Se sienta en la mesa de al lado y pide un vaso de whisky. Luego de que el mozo se lo trae, da grandes sorbos a la bebida y saca una foto de su bolsillo. En ella hay un joven, que saluda alborotadamente y sonríe mostrando los dientes.
La mujer parece estar comparando o por lo menos eso dan a entender sus repetidas acciones. En un principio no sé distinguir bien con quién es la búsqueda de similitudes, pero luego, y aunque me resulta extraño, llego a la conclusión de que es con el hombre que dibuja junto a la acera.
Realmente es todo un desafío, ya que no se asemejan en nada. El tipo ya pasó las cuatro décadas y el muchacho de la foto debe estar empezando la segunda. Aún así, ella no deja de subir y bajar la vista. Pide otro whisky y espera. Mira el reloj como si las horas la persiguieran.
Afuera la nieve se superpone y empieza a formar montañitas de pocos centímetros. 
Son como las seis de la tarde y yo debería tomarme el bus que sale del otro lado del río. Pero no puedo. Algo está por pasar.
No tengo idea qué es, pero estoy completamente seguro de que es así. Prefiero llegar entrada la noche, que quedarme eternamente con la duda.
El artista sigue dibujando, y la mujer que nace en el papel debajo de sus manos es deliberadamente hermosa. Los rasgos profundos, los detalles de los labios, el brillo de los mechones de pelo cayendo sobre los hombros. Todo está cargado de belleza.
Y el hombre lo sabe, y yo sé que lo sabe porque conoce a esa mujer, sino no podría ahondar tanto en el detalle, en el mínimo e imperceptible sendero de pecas que brota desde los bordes de la nariz.
Esa joven dama que ha creado, casi perfecta, lo mira directamente a los ojos. Y a pesar de que él está de espaldas a mí, puedo notar como agacha la cabeza y se pasa un pañuelo por las mejillas. El perro por primera vez en la tarde se levanta y apoya su cuello cariñosamente sobre uno de sus zapatos.
Aquí es cuando cobra sentido el análisis sobre las señales inequívocas del amor y sobre todo de la existencia irrefutable del destino.
Y lo digo con conocimiento de causa, porque en la mesa de al lado, a tan sólo algunos metros míos, la mujer con la foto en la mano también llora. Y mientras las lágrimas descienden por su cara, puedo ver que las arrugas no ocultan las redondas pecas que viajan por los bordes de su nariz. Y en la sonrisa del joven que está en la foto, puedo ver la felicidad de un hombre enamorado, esa felicidad que hoy no tiene el hombre que está junto a la acera, con los dedos sucios por el lápiz. Y ahí es cuando me pregunto qué carajo hace ese vidrio en el medio.
Y por qué las palabras nunca alcanzan, por qué el temor, el rencor y todo lo que siempre está pero no sabemos cómo se hace para que no esté, para que desaparezca de una vez por todas, para que no nos destruya más la vida, sigue estando allí.
Y si hay un destino, que en este caso, por obra y gracia de él mismo, debería funcionar para cambiar las cosas, para conseguir que esa mujer se levante de su silla y traspase la puerta, y le diga al hombre que no la olvidó nunca y que la dibuja todos los días, aunque se esté muriendo de hambre y sólo tenga a su perro haciéndole compañía, que lo ama y que ella tampoco lo olvidó.
Pero la mujer no lo hace y el hombre jamás se da vuelta, y ésta es otra historia más de esas que no te cuentan las películas (pero que pasan), porque acá no hay final feliz, no hay vuelta de tuerca, no hay más nada.
La mujer se levanta, con el mundo a cuestas, y tras salir del bar, cruza el puente para perderse en la oscuridad que empieza a gobernar la noche.
El hombre toma sus lápices, sus hojas de papel y camina hacia el otro lado del barrio, mientras su perro lo sigue incondicionalmente, moviendo con esfuerzo sus patas cansadas.
 Y yo que hasta hace una hora disfrutaba de mi anonimato, me enorgullecía de ser un don nadie, ahora también lloro, porque estoy tan solo como ellos, y ya no me amparo en la irrefutabilidad del destino, que cada vez suena más frío, helado diría, como esa nieve acumulada cerca de la calle, como ese vidrio que nos separa de lo que más queremos.