Por: Claudio Cuscuela
Dedicado a la memoria de Aída Bortnik, y a la huella imborrable que dejó en mí, para siempre.
Adaptación libre del relato “Bartleby, el escribiente”, de Herman Melville.
La noche que Bartleby falleció, fue una de las noches más largas de mi vida.
Aún hoy recuerdo mis pies inquietos, alborotándose entre las sábanas y el silbido del viento crujiendo en el ventanal. Mis manos, frías y sudorosas, temblaban levemente y no había forma alguna de lograr conciliar el sueño.
Luego de levantarme de la cama en innumerables ocasiones, decidí darme por vencido y resignarme a pasar la madrugada sentado en el sofá de la sala de estar.
No se bien por qué, pero sentía que por alguna razón, Bartleby me necesitaba. Y debo reconocer que yo lo necesitaba a él. Representaba para mí, un misterio sin principio ni fin, todas las preguntas sin respuestas, todos los miedos e incertidumbres, entremezclados, sin un rumbo, sin una explicación, sin una lógica, pero estaba ahí, presente en mi vida, arraigado a ella, imborrable, con su “preferiría no hacerlo” adosado a mis oídos.
Me imbuí por un rato en la lectura de un libro que ya había leído hacía muchísimo tiempo, pero me era imposible despegarme de la visión del amanuense, solo, parado como una estatua en la celda oscura, mirando entre los barrotes, contemplando la nada, cavilando vaya uno a saber qué, porque realmente era eso lo que me fascinaba y aterraba a la vez de Bartleby, el no lograr descifrar su mente, su compleja y enmarañada mente.
Tantas veces lo había intentado, tantas veces había buscado la manera de acercarme a él, para que su soledad no lo carcomiera por completo, para que no se extraviara en su propio laberinto, y nunca pude hacerlo.
De a poco, empecé a tener la leve sospecha que, inevitablemente, el escribiente y yo estábamos unidos, ligados, él me había atado a su horrible vida, me había hecho partícipe de su mundo y yo no podía escapar, y cada vez que lo recuerdo, me ahoga la furiosa sensación de que se ha llevado consigo una parte de mí, para siempre.
Luego de varias horas, resolví volver a las cobijas y hacer el último intento por dormirme antes de que el reloj marcara las 7 y tuviera que prepararme para el día laboral.
Pasé varios minutos en silencio, observando el techo de mi habitación, desechando todo tipo de pensamiento que me llevara a Bartleby.
Cerré los ojos y esperé, casi rezando, que el sueño me asaltara de un momento a otro.
Lo que soñé aquella noche, seguramente, no se borrará nunca más de mi memoria.
Fue la última vez que ví al amanuense y fue quizás, mi despedida de él.
Bartleby caminaba por un largo sendero de álamos, con el reflejo del sol estallándole en el rostro curtido. Parecía no dirigirse a ningún lugar en especial, sólo caminaba. Mientras lo hacía, iba lanzando, una a una, cartas sin sus sobres. Las sacaba de su bolsillo con parsimonia, las volvía un bollo y luego las dejaba flotando en el aire hasta que terminaban su descenso.
Yo lo acompañaba desde atrás, creyendo que él no sabía de mi presencia.
Caminaba sin detenerse, mientras el cielo se iba nublando poco a poco y el viento se volvía cada vez más poderoso.
Entonces él aceleraba y yo notaba como mis piernas se volvían pesadas y les costaba moverse.
Los álamos se convertían en pinos y luego en sauces, y la lluvia, que no había tardado mucho en comenzar a caer, mojaba la tierra debajo de nuestros pies descalzos.
De repente, Bartleby se echó a correr, corrió incansablemente, mientras a su alrededor los árboles se derrumbaban, caían como esfinges y las gotas explotaban y se disolvían en el papel gastado de las viejas cartas.
Yo no podía seguirlo, me enterraba lentamente en el barro y lo veía alejarse, llegar casi al horizonte y luego convertirse en un gran pájaro blanco, lleno de vida, volando hasta perderse en el firmamento, para ya no regresar.
Aquella fue la última vez que tuve al escribiente cerca mío.
Cuando desperté, comprendí que Bartleby ya no estaba con vida.
Decidí dirigirme a la prisión a comprobar mi presentimiento.
Al llegar allí, estaban todavía algo consternados por su muerte, pero no sorprendidos, ya que el recluso hacía varios días que no se alimentaba y lamentablemente ese desenlace, decían, era cuestión de tiempo.
Recorrí la cárcel buscando al despensero, tal vez él tenía algún dato más sobre su defunción.
En el trayecto hacia la cocina, un hombre calvo, de unos 50 años, el cual supuse por su vestimenta que era un guardia, me tomó el brazo y me pidió que me sentara. Me preguntó si yo era familiar o allegado del presidiario que había fallecido la noche anterior. Le dije que sí, que era su compañero de trabajo.
Encendió un cigarrillo y me contó cómo, aquella madrugada, Bartleby habló entre sueños antes de morir.
En la cama de su celda, sollozó largas horas, mientras largaba frases sueltas sobre un camino largo, lleno de álamos, pinos y sauces, del sol y luego de grandes gotas de lluvia, de cartas expulsadas al viento, y de un hombre que lo seguía de cerca.
“Preferiría correr” dijo y se lo escuchó lanzar un grito de alegría.
“Preferiría volar”, fue lo último que el hombre pudo distinguir en sus balbuceos y luego vino el silencio, y él también se quedó dormido.
Con lágrimas en los ojos, le di las gracias y me dirigí directamente a la salida.
Siempre supe, que de alguna forma, él y yo estábamos conectados, enlazados invisiblemente, es por eso, que cada vez que un pájaro blanco se posa cerca mío, me quedo junto a él, con la mirada fija en sus ojos, pidiéndole perdón a Bartleby, por no poder ayudarlo, por no ver lo que estaba a la vista, por no darme cuenta que en realidad, él tenía razón, siempre había tenido razón.
Era preferible no hacer nada, porque al fin de cuentas, este extraño lugar en el que vivimos, está gobernado por el vacío y la nada.
Jamás volví a soñar con Bartleby. A veces, preferiría hacerlo.