Por: Claudio Cuscuela
Mientras escribo el final de este cuento, pienso que no sé si será el mejor final, pero que tal vez sea el más justo.Y ustedes pensarán por qué hablo de final cuando recién voy por la segunda oración.Es simple.
Esta historia ya está escrita desde hace rato.
Tiene, como corresponde, y como nos han explicado a todos, un principio, un nudo y un desenlace, que está ahí nomás de ser redactado.
Es más, no me queda otra que confesarles que lo vamos a escribir juntos, a la par.
Yo sé que probablemente no tengan tiempo de sentarse a pensar un final conmigo.
Quédense tranquilos. No les estoy pidiendo eso.
Ya les dije que el final está decidido. Sólo les pido que me acompañen en la ardua tarea de ponerlo en palabras.
Para serles completamente sinceros, voy a reconocerles que este cuento no es sólo mío. Pero mejor dejar eso para más adelante.
Cuando digo que no estoy seguro de que sea el mejor cierre, lo digo porque no soy un fanático de los finales felices, y porque creo que hasta en algunos casos, son poco creíbles. Ya sé que venden, sé que nos embargan de emoción y nos llevan a sentir instantánea empatía con el personaje. Nos hacen creer por un rato que podemos ser lo que siempre soñamos, que por una milésima de segundo le estamos robando la billetera al destino y que ahora sí, de una vez por todas vamos a lograr lo que tanto anhelamos. Pero déjenme ser aguafiestas tan sólo por un momento. Después volvemos juntos al idilio.
Los finales felices son injustos. Y digo esto porque estoy seguro que la desilusión viene ocultamente adosada a ese final inolvidable.
Es inevitable darse cuenta algunas horas, o días, o semanas más tarde, que la vida sigue siendo esa enmarañada revolución de problemas y caos de siempre, donde uno se enamora, pelea, se desangra por conseguir lo que más desea, y tras un pase de magia, que por supuesto nunca vemos (sino no habría truco), todo eso que uno espera, se desvanece.
Por eso, el final que le toca a este cuento va a ser triste pero justo.
Me encantaría que toda esta perorata sobre la injusticia de un final feliz no existiera y poder contarles que todo salió bien.
¿Qué más quisiera yo?
Lamentablemente eso no va a ser posible y van a tener que recorrer junto a mí, si es que todavía no se fueron, las líneas que quedan, en las cuales el final triste se asoma a la vuelta de la esquina.
Como les comenté antes, este cuento no lo empecé solo. Este cuento nació hace unos cuantos años. Pongámosle unos diez.
Yo era algo más insensato que ahora y ella era un poco menos arrogante que cuando la vi por última vez.
El día que nos conocimos, hicimos todo lo posible para detestarnos, exponer todas nuestras calamidades secretas, cosa de que la otra persona no se interesara en lo más mínimo. Entiéndannos, éramos parte de una de esas malditas reuniones donde se intenta juntar a dos solteros sin cura, por la ambición estúpida de un grupo de amigos.
Bah, qué se yo, tal vez era porque nos querían y odiaban vernos solos.
La cuestión es que nos esforzamos en tirarles abajo el castillo de naipes y lo logramos.
Ni ella ni yo, dimos el brazo a torcer. Nuestros amigos, aniquilados por la caída impetuosa del plan se fueron a las dos horas.
Nosotros nos saludamos con desdén y cada uno para su casa.
Sólo que en el bolsillo de mi campera de jean estaba su número de teléfono en una servilleta.
No sé cómo, pero la llamé.
¿Cómo no la iba a llamar si me había vuelto loco desde que se había presentado con su aire soberbio?
Ella era algunos años más grande que yo, pero no me importaba, sentía que era lo que siempre había estado buscando.
Éramos completamente distintos y nos encantaba serlo.
Lo único que compartíamos era nuestra pasión por la escritura. Y decidimos no darle la espalda.
Nos pusimos una meta.
Escribir nuestra historia de amor, como si fuera un cuento, y que de esa forma quedara para siempre el recuerdo de lo que fuimos, para que algún día lo pudieran leer nuestros hijos, y luego nuestros nietos, y así hasta que las generaciones se terminaran.
Yo sé que les sonara cursi, puede ser, pero si alguna vez estuvieron enamorados nos sabrán entender.
Los primeros párrafos fueron los mejores, por supuesto. La primera etapa siempre es la más hermosa. Allí quedaron nuestras primeras salidas, nuestros fogosos encuentros nocturnos ( y por qué no también diurnos), nuestros primeros “te quiero”, que luego fueron mutando a “te quiero mucho”, para convertirse más tarde en “te quiero muchísimo”, y tras eso llegó el “te quiero muchísimo, más que vos”, hasta que la competencia exhaustiva llevó a la ineludible combinación de nuestro primer “te amo”.
El nudo de la historia siempre suele ser la parte más larga, y aquí, déjenme decirles, comenzaron a entremezclarse los sentimientos y la coherencia de los párrafos. Porque de a poco, y con el paso del tiempo, comenzó a volvérsenos difícil el hecho de coincidir en lo que poníamos en oraciones. Por ejemplo, ella creía que la tarde precedente había sido una tarde más, en donde habíamos tomado un café junto al río, nada fuera de lo común, mientras que para mí, había sido una tarde inolvidable, en donde había descubierto que cada vez que se enojaba se le formaban unos pocitos al lado de la comisura de los labios.
Por lo cual, tomamos la incorrecta decisión de narrar un párrafo cada uno, con plena libertad de contar nuestros pareceres sin la presión del otro. Digo incorrecta, porque desde ese instante, el cuento se convirtió en una acumulación innecesaria de contradicciones, donde dos personas contaban secuencias distintas y, lo más penoso de todo, es que era un cuento de dos personas que se estaban empezando a dar cuenta que la rutina les había hecho olvidar que se amaban.
Dicen, que tras el nudo y antes del desenlace, viene el clímax, un momento crucial del relato donde se alcanza el punto máximo de dramatismo y se prepara el terreno para el final.
Bueno, nuestro clímax, verdaderamente, cumplió con todos los requisitos. Fue épicamente dramático y nos preparó el terreno para el final.
La última vez que nos vimos fue en el mismo café donde nos conocimos.
Ella estaba con una valija y unos pasajes a Barcelona.
Me causó gracia, porque cuando hablábamos de viajar, se empeñaba en decirme que por ninguna razón quería conocer Europa.
Decía que era algo que todos querían y que a ella le gustaba ir en contra de la corriente.
No le dije nada. Ya bastante teníamos con ese espantoso castigo de tener que decirnos adiós.
Le pregunté por el cuento.
Me pidió disculpas.
La abracé.
Me besó en la mejilla.
Nos miramos a los ojos, con las pupilas llenas de una nostalgia que me erosionó el alma.
Y me propuso un desafío.
Me dijo que si dentro de diez años volvíamos a estar sentados en ese café, escribiríamos el final juntos.
Yo acepté.
Y acá estoy.
Pero ella no está.
Por eso mientras escribo el final de este cuento, pienso que no sé si será el mejor final, pero es un final justo.
Porque después de haberme acompañado a ponerlo en palabras y de que nos evitemos juntos la desilusión del después, creo que sabrán que este es un final triste, pero sin promesas falaces.
Y aunque tanto ustedes como yo sepamos que nos hubiera gustado que todo terminase de otra manera, las cosas son así.
Pero hay algo que me gusta de todo esto.
Algo que ahora que estamos en confianza les puedo contar.
Y es que ella se está divirtiendo.
Ustedes no pueden verla, pero yo sí.
Porque esta teoría de la injusticia de los finales felices es una idea suya, siempre me insistió con eso.
Y qué quieren que les diga, cuando algo se le mete en la cabeza, no le puedo decir que no.
Por eso, como un pacto entre ustedes, ella y yo, hagamos como que este final es triste, así se queda contenta.
Eso sí, que quede claro, lo del viaje a Barcelona se me ocurrió a mí.