Por: Mauro Gago
El sacrificio del héroe (cuento sobre los últimos días de Ayax)
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Nota: La Mitología Griega recrea la disputa entre Odiseo y Ayax, dos guerreros griegos en la Guerra de Troya, por las armas y armadura del fallecido Aquiles, el mejor de su ejército. Precisamente, sus pertenencias estaban reservadas al soldado más importante después de él, y Odiseo y Ayax exponen sus atributos para lograr el trofeo. El primero, más astuto y elocuente en su disertación, logra que el jurado lo nombre vencedor y acreedor del trofeo. Ayax, decepcionado, se suicida. La leyenda recrea la importancia del discurso más allá de los logros reales…)
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Nunca pensé que aquellos a los que consideraba mis hermanos me traicionasen de tal modo. Tampoco cavilé en la peripecia de no adquirir fehacientemente el reconocimiento merecido que me debían, no porque haya en mí un mínimo vestigio de altivez, sino porque en el ejército reclutado en las mil naves, todos hablaban de mi intrepidez, de mi coraje, de mis actos de compañerismo en las batallas, aun a riesgo de perder mi alma en una exhalación ensangrentada. Sin embargo, el dolor que con mayor pesadez incurre sobre mi mente y sobre mi corazón maltrecho es que no haya podido retener las preciadas y gloriosas pertenencias de mi primo, héroe entre héroes, casi semejante a un dios.
Ambos queríamos ser ídolos de nuestros compatriotas, ambos queríamos alcanzar la inmortalidad, aunque de distinto modo. Aquiles sólo se conformaba con la inmortalidad de su nombre, mientras que yo, el Gran Ayax, soñaba con alcanzar la inmortalidad efectiva de la carne. Sabiendo esto, me extrañé de que él decidiera esconderse entre las niñas de la corte de Licómedes, aun cuando siempre alegaba que su madre había sido la estratega de la trampa, esa que el pérfido hijo de Laertes descubrió usando siempre sus artilugios ladinos.
¡Oh, dioses del Olimpo, otra vez el cruel Odiseo decide la suerte de nuestra familia! Aun retumban en mi mente sus embusteras palabras, su intolerable soberbia, su altanería. No reniego de su brillante idea para ingresar a Ilión en esa máquina de madera, pero ¿era un galardón a la astucia o al valor? ¿Era un premio a la elocuencia o al arrojo en la batalla? ¿Qué pensamientos pueriles habrán surcado las mentes del gran Agamenón, del rubio Menelao, del valiente Idomeneo y de mi admirado Diomedes? ¡Sólo el clarividente Néstor (quién otro) votó con justicia!
La conclusión es inexorable. El imperecedero desliz de la humanidad es creer los discursos de los grandes oradores, no la verdad. Amancillan sus manos aplaudiendo peroratas atosigadas de ornamentos insustanciales, con agraciadas expresiones carentes de sentido, que no obstante son plausibles y dignas de ponderación por parte de ignorantes.
El atril, la vestimenta y la elocuencia despiertan admiración, obnubilación e incompetencia reflexiva en los hombres. Todos refrendan sin razonar las palabras del Sujeto, menos yo. Amparan todo lo que se les impone, sin siquiera pensar en sus derivaciones. No me siento ya parte de ellos y por ello, yo, que venero el sacrificio, me someto esta vez a él.
¿Alcanzaré la inmortalidad deseada? ¿Evitaré las funestas aguas que surca Caronte? ¿Podré despojarme de todo lo humano que hay en mí y escapar de la barbarie?