La mentira del buen viaje

#HistoriasDeCharter

“El Colo” parecía ser un joven bien dispuesto, con vocación de aprendiz y tan tranquilo y sereno como Beto, nuestro chofer de siempre. Antes de su debut “oficial”, Beto era quien, con paciencia infinita y actitud paternal, le indicaba cada mañana los secretos del oficio.

“El Colo” era un encanto y parecía estar listo para asumir su rol de nuevo chofer.

Nunca imaginamos lo que vendría después.

Ese día, bien temprano, el charter me esperaba en la esquina de siempre. Llegó. Subí.

A bordo, “El Colo” descansaba con los brazos apoyados sobre el volante y, encorvado hacia delante, depositaba el mentón sobre sus manos

-¡Buen día!
-¿No sabés si sube alguien más acá, o sos vos solo?- me lanzó, ignorando el “buen día”.
-Viene una chica rubia- respondí con cierto temor.
-La espero hasta “y veinticuatro”, y si no llega, me voy-

Así, con esa distancia y con una dudosa disposición para el servicio, “El Colo” me daba la bienvenida.

Ya en las primeras bocacalles que cruzábamos, pude advertir una leve tendencia a la prepotencia.

A lo lejos, dos esquinas más allá, detecté una silueta típica de cliente charteril esperando su carroza.

-Esa que está ahí ¿viene siempre?- gritó “El Colo”si no reservó, no la subo!

Frena. Abre la puerta.

“-¿Reservaste, vos?”.
- “No, pero vengo siempre… ayer no vine.”, explica temerosa, intimidada.
-No, sin reserva, no. Tenés que reservar-
-Pero yo vengo siempre…-
-Correte que tengo que cerrar y seguir. Arreglate con “la base”.-

“El Colo” resopla, y la manera en que pone la primera evidencia bronca y fastidio.

Seguimos.

Los pasajeros ya comenzaban a cruzar las miradas. Estamos delante de un ser especial.

-¿Hola, Gloria?, “El Colo” soy – dice por el handy. Del otro lado, en la base, Gloria lo escucha entusiasmada, ignorando lo que está ocurriendo arriba del charter.

-No pude cargar gas antes de venir, tengo que frenar-

Esta frase entró en nuestros oídos como un misil.

Sin piedad ni consulta, “El Colo” gira y ubica el charter en la fila para cargar combustible.

-¿Pueden bajar todos, que me lo pide el chabón de la estación?- dice en su tono ya habitual de esa mañana.

Todos abajo, al lado del charter, esperando a que el nuevo chofer cargue gas. Algunos empezaban a llamar a sus oficinas, avisando que llegarían tarde

Al final, otra vez todos a bordo, resignados ya a ser parte de una experiencia inolvidable. “El Colo” y su ruda forma de andar, nos llevaba a mundos desconocidos.

Seguimos.

A la permanente protesta del “Colo” por el tránsito, la gente, el agua, el sol, la tierra y la vida misma (y sus clásicos resoples), llegó el momento de hacer la última escala antes de entrar a la ciudad.

Otra vez, unos metros delante, se adivinaba la silueta de un pasajero que, además, sacó la mano onda bondi, para asegurarse que el charter frenara.

El cupo estaba lleno. No había lugar. “El Colo” lo tenía más que claro. Nosotros, desafortunadamente, también.

Frena, no abre la puerta. Solo ventana. Desde abajo, la señora exige:

-Necesito subir, necesito llegar a la ciudad. ¡Esto es un caos!-
-No tengo lugar, ¿hiciste reserva?-
-Soy pasajera habitual. Bajá a alguno que sea eventual de hoy! ¡Es una injusticia!-

Afuera, además, se escuchaban bocinas, frenadas, y toda la banda sonora de un lunes en hora pico, agravado por la situación de la falta de subtes.

-¡Abrime! ¡Tengo que subir!- siguió la señora.
-¡¿No te das cuenta que está lleno?! ¡Chau, loca! – emite “El Colo”.

Desde abajo, la pasajera comenzó a pegarle al charter con el mango de un paraguas que colgaba de su muñeca derecha. “El Colo” aceleró, y dando su veredicto a media voz, todos escuchamos un inconfundible “loca de cuartaaaa”.

Nosotros seguíamos ahí, serios. Estábamos entregados. Observando todo como si lo que pasaba fuera algo normal.

“El Colo” resopla por enésima vez.

Seguimos.

“El Colo” a esa altura del recorrido, comenzaba a sufrir los embates del tránsito desbordado, del avance a paso de hombre, de las bocinas asesinas.

Luego de veinte minutos subidos a ese escenario, la situación se calmó.

Habíamos entrado a la ciudad. Las avenidas anchas nos daban un grado de complicidad.

La calma era aún mayor cuando frenamos al fin, en ese semáforo. Faltaban diez minutos para llegar. Entonces, “El Colo” decide ganar tiempo. Está primero en la fila y arranca.

¡¡¡Buuuum!!!, escuchamos todos.

Ruido fuerte. Frenada. Gritos del “Colo”. Él, el chofer nuevo, acababa de chocar el charter contra un auto que, desde una fila paralela ubicada a nuestra izquierda, doblaba para adelantarnos.

“El Colo” estaba furioso. Nosotros, resignados, entregados y condenados.

Sin parar de agredir verbalmente y a la distancia al otro conductor,“El Colo” buscaba enajenado los “papeles del seguro”. Luego de abrir la puerta con violencia, bajó enfurecido y la cerró con instinto asesino.

Ambos conductores se encontraron frente a frente. “El Colo” grita, señala, va y viene como loco. Hace gestos con manos y brazos, cuestionando la maniobra.

Frente a él, el hombre del auto chocado – con sabiduría – lo deja hablar, expresarse, descargarse.

A bordo del charter, una vez más, volvemos a hacer llamados a las oficinas.

“El Colo” vuelve a su lugar y ya a bordo, nos comenta su versión del choque.

Disfruta de la diferencia de tamaño de los vehículos, al asegurar que al Charter no le hicieron “ni un raspón”.

Cierra la puerta con violencia, otra vez.

Como un latigazo, pone primera y retoma el andar. Furioso y satisfecho por la batalla. Ganada?

Vuelve a conectar la radio.

Las noticias hablan de asesinatos, choques, robos, violaciones, denuncias por maltratos y muertos en protestas sociales.

“El Colo” las escucha y las disfruta, en paz y silencio, como si lo que sale de la radio, fuera una obra de Mozart.

Llegamos.