Por: Miriam Molero
Viajaba en el 130, un colectivo que me gusta tomar porque tiene un recorrido precioso por los bosques de Palermo. Viajaba plácidamente en el 130 cuando decidí sacar de la cartera “Ladrilleros”, de Selva Almada. Ya había leído “El viento que arrasa”, esa historia del pastor evangelista, su hija, el mecánico, su hijo, las fuerzas irrevocables de la naturaleza y la tormenta de viento y de agua que atraviesa sus destinos.
Además de tener un mismo tipo de diseño, que es la seña de identidad de la colección, las tapas de “El viento que arrasa” y de “Ladrilleros” son cromáticamente parecidas: gris y naranja-amarillo. Ambas novelas fueron editadas por Mardulce. Y así como el que se quema con leche ve la vaca y llora, el que la pasa bien con un libro ve otro parecido y se le tira encima. Por eso llevaba “Ladrilleros” en la cartera, porque “El viento que arrasa” había sido una lectura interesante, placentera y, sobre todo, una nueva confirmación de que efectivamente existe en la Argentina el escritor que tiene algo para contar y sabe cómo hacerlo y no sólo el escritor que no tiene nada para contar pero quiere escribir y escribe y lo publican y tiene la claque de cierto periodismo cultural que lo palmea en el hombro a la espera de recibir, al hacer lo propio, las correspondientes palmaditas en la espalda.
Se me hacía evidente que Selva Almada escribe cuando tiene algo para decir. Eso ya la colocaba unos cuantos niveles más arriba.
Así que voy en el 130, por los bosques de Palermo, en compañía del tibio sol del invierno… Estoy a un libro de sentirme en el paraíso. Busco en la cartera, saco “Ladrilleros”, acaricio la portada. Lo abro en la primera página, la del título, paso lentamente la segunda, leo los detalles de la edición, observo la tipografía… Estoy dispuesta a tomarme la lectura con calma. Quiero dis-fru-tar. Llego al primer capítulo. Empiezo a leer.
Tremendo.
Siento que la sangre se me acumula y mi cerebro bombea, como si tuvieran un corazón en la cabeza.
Me falta el aire.
Al segundo punto y aparte levanto la vista del libro y miro alrededor: están los árboles, está el sol, está el paseo. Bajo la vista, continúo la lectura. Cada palabra, un dato. Cada oración, una amenaza. Cada párrafo, un golpe.
Tengo taquicardia y me transpiran las sienes.
No puedo respirar.
Necesito parar así que despego los ojos del papel. Alzo la vista y veo que la gente sigue como si nada: alguno habla por teléfono, otro escucha la radio o tal vez música en su Ipod –no sé, tiene auriculares-, otro va mirando por la ventanilla.
Tomo conciencia de que todavía no pude dar vuelta la página. Me faltan unas pocas líneas. Tengo que poder dar vuelta esta maldita página. Fuerza Mirita. Retomo. Las palabras me capturan otra vez como si fueran una fuerza centrípeta, como un tornado que me arrebata con más potencia de la que puedo resistir, con más velocidad de la que puedo controlar.
El aire, aire… ¡me roban el aire!
A duras penas y al borde del síncope llego al final del brevísimo primer capítulo.
“La puta que te parió, Selva Almada”, dije para mis adentros mientras encajaba el cuerpo después de semejante paliza.
Dos páginas.
Cerré “Ladrilleros” y lo guardé en la cartera. Al regresar a casa luego de un día en la calle no digo que metí el libro en el freezer como hizo Joey con el ejemplar de “Mujercitas” cuando Rachel se lo hizo leer en la serie “Friends”, pero casi.
Una semana después, ya no desprevenida, lo agarré con mano firme y lo leí en siete horas. Seguidas.
No les voy a decir de qué se trata “Ladrilleros”. Les podría contar que, como toda la literatura de Selva Almada –incluidos los tres relatos de “Una chica de provincia”, de editorial Gárgola-, transcurre en el interior del país, en esas tierras donde pasa poco y lo que pasa tiene que ser irremediablemente entre personas porque hay más personas que cosas, porque no hay ni cine ni restaurantes ni teatro ni jueguitos de computadora ni computadoras. Mucho menos teléfonos inteligentes y redes sociales. Hay vecinos, escasez, trabajos manuales, crueles bailes de pueblo y un ambiente feroz. Hay pasado, disputas, celos, engaños, rencores, venganzas, cuchillos.
Pero lo que se dice detalles de la historia no voy a darles ni uno. No voy a decirles nada porque quiero, sencillamente, que vayan a una librería, que compren el libro y que el monstruo los deje sin habla, sin aire, sin una maldita soga de la que agarrarse. Y si no les sucede todo eso al leer “Ladrilleros” quiero que sepan que es porque están muertos.
Con el cariño de siempre,
Mirita.