Por: Miriam Molero
Difícil va a ser que olvide la vez en que escuché a un cura contar cómo un cantante popular que siempre solía participar en sus peñas o espectáculos a beneficio, lo rechazaba: “¿Sabés qué pasa? Es que ahora no me conviene actuar para vos. Prefiero ir a los Piletones”. Palabras más, palabras menos.
La pregunta no es por qué no me olvido sino por qué lo recuerdo ahora.
La culpa es de Beckett y de las abejas.
La culpa es de este libro.
En “La apicultura según Samuel Beckett” lo que hace Martin Page es inventarse a un estudiante universitario a quien el dramaturgo contrata como asistente para ordenar sus archivos. Ese período de trabajo -más que de trabajo de compañía y hasta de cierta camaradería- va desde el 28 de junio al 18 de octubre de 1985 y ha quedado plasmado en el diario personal del estudiante. En la ficción de Page ese diario es descubierto por casualidad entre la documentación rescatada de un incendio en la Universidad de Reading, Inglaterra. En la lectura de esas páginas, o sea en la visión de ese estudiante, se descubre a otro Samuel Beckett.
Otro Samuel Beckett si es que alguna vez te preguntaste cómo es Samuel Beckett. Yo no. Pero al parecer muchos se hicieron la idea de un Beckett estereotipado, una momia, un frío esqueleto de abstracción humana, aunque según testimonios de allegados suyos Beckett era cálido y divertido. Ese es el Beckett que elige pensar Martin Page.
Ese Beckett cocina, hace chistes, cría abejas en la terraza de su departamento, se queja de la etiqueta “teatro del absurdo” y reflexiona sobre las trampas del arte. Como lo hace, por ejemplo, en este párrafo que transcribo y que fue lo que me recordó la anécdota del sacerdote y el cantante popular:
(Beckett discute con el estudiante la propuesta de un director noruego quien no sólo quiere montar una de sus obras sino que además quiere montarla en una cárcel interpretada por los propios presos; luego querrá sacar a esos presos de la cárcel para que actúen en un teatro público).
Una vez más intenté contrapesar su pesimismo y dije que las obras de arte podían salvar a la gente, hacerla cambiar, ayudarla. “El arte no reemplaza a la política”, replicó. “Se curan heridas y eso permite que el sistema se sostenga. Querría que el arte fuera arte, la posibilidad de una reapropiación personal y no una herramienta para fabricar niños modosos y ciudadanos, o para reinsertar a los criminales. El arte social beneficia a los artistas. El teatro no es un asilo para los desheredados, sino para los propios artistas. ¡Qué hipocresía es ese comercio del humanismo! Nada reemplaza a la política”.
El arte social sólo beneficia a los artistas.
En todo caso también beneficia a los presos si al abrirse el telón resultara que se han dado a la fuga. Pero ese sería otro capítulo.
El arte no reemplaza a la política. Nada reemplaza a la política.
No puedo estar más de acuerdo.
Sin embargo, así como me acuerdo de una co’, también me acuerdo de la o’.
Presos, teatro, una obra maestra y un final que habría sorprendido a Beckett.
“César debe morir”, de los hermanos Taviani, ganadora en el Festival de Berlín, no es apenas la obra de Shakespeare llevada a escena en un penitenciario. Es la trama de odio, violencia, conspiración, deseo y traición que crece en las celdas de la cárcel y que impulsa a los presos que las habitan.
Me siento afortunada de haberla visto en el cine, en pantalla grande. Pero vos fijate cómo podés hacer.