Por: Miriam Molero
Hace una punta de años trabajé con Hugo Caligaris. Fue mi jefe en La Nación. Ya conté en otro post que por él conocí a Robert Walser. Hugo, lo dije y lo repito, es una de las personas más cultas que conocí en la vida. Cada vez que me tocaba ir a cubrir algo a los Estados Unidos (sobre todo Nueva York y Los Ángeles), Hugo me hacía este encargo: “Si en una librería llegases a ver un libro de Robert Walser, como Walter pero con s en lugar t, Wal-ser, ¿me lo comprarías?”. Nunca pude encontrarle un Walser. Porque si bien se puede pasar por las librerías, los viajes de trabajo tienen su propio ajetreo.
¿Por qué les cuento esto? Porque estoy podrida. Estoy echando humo. Estoy verde. Estoy violeta de que la gente en Twitter le ponga a cualquiera el adjetivo “gran”. Obviamente es una manera lisonjera de tratar al otro, de subirlo a un pedestal, de acomodarse con algún objetivo laboral o social. Cada vez que leo que alguien es “el gran Mengano” me pongo furiosa. Comienzo a repetirme por qué por qué por qué. ¡Qué va a ser “grande” ese! Ese es como vos y como yo, uno más del montón. Por ahí un montón más reducido pero montón al fin. Ese alguien a lo sumo publica, a lo sumo sale en la tele, a lo sumo tuvo suerte o la pegó con algo. Grande era Favaloro que inventó el bypass y salvó millones de corazones.
Así que aquí me tienen, en plan de recalcitrar, a las patadas contra tanto “gran”. En mi perfil de Twitter y como bandera, me puse “Pequeña Miri Molero”.
Uno de los tantos días, en Twitter mismo, en que me despachaba con una perorata sobre este tema del “gran” dije que el problema de usar “gran” para cualquier petiso es que cuando te encontrás con un altito ya no te sirve. Observé que habían empezado a usar “inmenso”, “enorme” para los grandes reales, llámese un Scorsese, llámese un Hemingway. Entonces en chiste, intercambiando tuits con Sergio Olguín (@olguinserg) y Antonio Santa Ana (@asantaana), auguré que hasta “elefantiásico” no paraban. Y ese día llegó; inmediatamente, 48 horas, 96 horas después como mucho, llegó. Y escrito en letras de molde. El problema era mucho más complejo de lo que yo creía hasta entonces pues, ¿cómo aquello que uno piensa como parodia termina convertido en realidad? ¿Somos una parodia de nosotros mismos o hacemos el ridículo sin saberlo?
Insisto. Sé que hay un fuerte componente de lisonja e incluso, dicho en criollo, chupamedismo, en el uso de “gran” para cualquier salame como nosotros. Sé que, además, es un modismo snob de las redes sociales. Pero también evidencia una falta de recursos y de imaginación. Hablo de recursos básicos, una paleta de adjetivos para decir lo que se quiere decir y no otra cosa. Me gustan los adjetivos. Hace muchos años empecé a usar el adjetivo “intenso” -no digo que lo inventé porque las novedades suelen nacer en partos paralelos pero en este caso surgió de una ocurrencia propia- aplicado a la gente insoportable.
-¿Qué te pareció Equis?
-Es intensa.
Elegir “intensa” en lugar de “pesada” o “insoportable” es una forma oblicua de criticar. En cambio, “gran” es una forma tan directa de alabar que a mi modo de ver no se eleva por encima de esto:
Me gustan los adjetivos, sí. No para el periodismo. En el periodismo todo adjetivo está de más porque su arbitrariedad lo degrada. Pero para la vida cotidiana, para las redes sociales, para la literatura, para los chistes, para las sobremesas, no hay nada como un buen puñado de adjetivos. Un adjetivo te permite jugar, matizar, te hace reír. No hay adjetivos buenos ni adjetivos malos. Hay adjetivos mal usados.
Entonces, por esto de los adjetivos y su espíritu juguetón recordé a Hugo Caligaris. Es bueno para mí citarlo así, por este tema feliz, porque es alguien por quien siento un profundo aprecio y a pesar de eso nunca lo veo y si lo he contactado en los últimos diez años fue sólo en dos ocasiones y por cuestiones más o menos espantosas de mi vida personal. A veces con la mejor gente es con la que uno peor se porta…
Hugo escribió muchos años la breve columna de humor político “Las palabras” que se publicaba dentro de lo que en la redacción de La Nación
llamábamos “la 9”, esa página de Editoriales que en algún período remoto había sabido salir en la 9 pero que ya en aquel entonces iba en cualquier otro número de página.
Hugo sabe moverse en baldosa chica. Conoce el peso de las palabras, las baraja, las elige, las acomoda siempre al servicio de su humor sutil. Porque, claro está, una oración inteligente no se arma sola. Primero tiene que haber una inteligencia, después vienen las palabras.
“Las palabras” comenzaba con algún textual extraído de las noticias de la semana del que Hugo se encargaba en unas pocas lacerantes líneas. Por ejemplo, Lula plantea que hay un Brasil con un “ellos” que atenta contra el gobierno y un “yo”, o sea Lula, como el súmmum de la autoridad ética y moral. Hugo primero lo desmenuza y después lo remata con diez pequeñas diferencias entre “ellos” y “yo”:
“1) Ellos son increíblemente hostiles. Yo soy pacífico por naturaleza. 2) Ellos carecen de valores. En cambio, yo soy muy idealista. 3) Ellos son solapados. Yo actúo de manera frontal, y lo seguiré haciendo en la medida de lo posible. 4) Ellos dicen cosas ridículas. Yo solamente pronuncio máximas. 5) Ellos atacan con saña. Yo solamente me defiendo. 6) Ellos son peligrosos. Yo, inofensivo. 7) Ellos se corrompen con facilidad. A mí me resulta más difícil. 8) Cuando nadie los ve, ellos le pegan al gato. Yo también, pero despacito. 9) Ellos son irremediablemente feos. Yo tengo rasgos, gracias a Dios, hermosos. 10) Ellos no tienen modales. Yo sé tomar el té sin hacer ruido”.
Y no cito a Hugo porque no use el adjetivo “gran”. Claro que lo usa. No lo usa acá pero lo usa y cuando lo usa, lo usa bien. Como esa vez en que se lo encajó mayestáticamente a Néstor Kirchner en aquella entrega de las “Las palabras” titulada “Dolor”.
Cuando leí a Robert Walser entendí por qué a Hugo le gustaba tanto. Walser escribió a principios del siglo XX y murió en un hospicio en 1956 pero tiene una prosa, unas ideas, un sentido del humor que todavía laten. Laten como late la malicia en los personajes de Tolstoi, como laten las frases de Oscar Wilde, como laten los poemas cómicos de Dorothy Parker (“I like to have a martini, Two at the very most. After three I’m under the table, After four I’m under my host.”). Quién pudiera, como ellos, escribir palabras perdurables y no estas palabras que ya están muertas antes de llegar al papel…
No voy a hablar acá de Walser porque fue mayordomo, empleado de seguros, escribiente, y no sé cuánto más antes de terminar en un manicomio, y no voy a hablar de Walser acá porque su arte hacía reír a las carcajadas a Brod y Kafka. Un autor con esa vida y esa literatura incita al bla bla bla. ¿Para qué voy a contarles nada de Walser si se puede leer “Paseos con Robert Walser”, de Carl Seelig, que lo conoció, estuvo con él, charló con él, se interesó por él y por su obra, caminó con Walser en el manicomio?
Lo que hay que hacer es leer a Robert Walser antes que leer sobre Robert Walser. Hay que leerlo y aprender. Aprender, pongámosle, cómo usar los adjetivos. Sobre todo para el humor. Con ese fin les recomiendo que busquen, compren y atesoren “El paseo”, una novela corta sobre un tipo que sale a caminar y cuenta lo que ve, lo que piensa, lo que piensa de la gente con la que se cruza, lo que está a punto de hacer… nada del otro mundo y, no obstante, el tipo tiene un estilo ligero, ingenioso y mordaz. Cómo será de exquisita la labia del narrador que al describirse a sí mismo, aunque no mienta, logra el raro efecto de ocultar la porquería de persona que es porque, detalles más detalles menos, el tipo es un escritor insolvente, un vago, un vividor de mujeres, un atorrante con piné.
¿Usa Walser el adjetivo “gran”? Sí, también lo usa. Pero bien. Sin embargo, reproduzco aquí algunos extractos que NO incluyen “gran” porque mi cupo está en el límite.
“Podría añadir que en la escalera me encontré a una mujer que parecía española, peruana o criolla. Mostraba cierta pálida y marchita majestad. Sin embargo, he de prohibirme del modo más estricto detenerme aunque no sean más que dos segundos con esta brasileña o lo que fuere; porque no puedo desperdiciar ni espacio ni tiempo”.
“El profesor Meili, una inteligencia de primer orden. Como la autoridad inconmovible, el profesor Meili caminaba con paso grave, solemne y soberano”.
“—¡Qué pregunta tan superfina e inadmisible!”
“Para mí un artesano no es un Monsieur y una mujer sencilla no es una Madame. Pero hoy todo quiere deslumbrar y brillar, ser nuevo y fino y bello, ser Monsieur y Madame, que es un horror. Quizá con el tiempo las cosas vuelvan a cambiar. Yo así lo espero”.
“Vino a mi encuentro un hombre, un monstruo, un armatoste, que casi oscurecía por entero la luminosa calle, un tipo espantoso, largo y espigado, al que por desgracia conocía demasiado bien, un personaje en extremo peculiar, a saber, el gigante Tomzack”.
“Una desaliñada, deslomada, agotada, vacilante trabajadora, que se acercaba con visible cansancio y debilidad y sin embargo aprisa, porque a todas luces aún tenía toda clase de cosas que hacer, me recordó al instante a las pulidas y malcriadas hijitas o hijas de alta cuna, que a menudo no saben o no parecen saber con qué clase de elegante y distinguida ocupación o diversión han de pasar su día, y que quizá jamás están de verdad cansadas, que se pasan días, semanas pensando en qué podrían ponerse para aumentar el brillo de su imagen, y que tienen tiempo de sobra para hacerse largas consideraciones al respecto de qué deberían hacer para envolver en más y más excesivos y enfermizos refinamientos su persona y su dulce y acaramelada figurita. Pero, en la mayoría de los casos, yo mismo soy amante y venerador de tan adorables, en extremo cuidadas, delicadas plantas femeninas de belleza de luna. Uno de esos encantadores pececitos podría ordenarme lo que quisiera, y le obedecería ciegamente. ¡Oh, qué bella es la belleza y qué arrebatador el arrebato!”.
Se aprende leyendo. Pero no a lo pavote. Se aprende leyendo con precisión. Y se entera uno también escribiendo. Como yo que ahora mismo al buscar información sobre Hugo Caligaris vengo a enterarme de que hay una recopilación -o algo así, en verdad no lo sé- de “Las Palabras” editada por Planeta. Voy a comprar ese libro.
En cuanto a Robert Walser, “El paseo” está disponible en papel. En e-book creo haberlo visto en inglés -de cualquier modo escribía en alemán-. Todo es cuestión de buscar. Si no se consigue nuevo puede que se consiga usado; en la vida nunca te falta un desorientado que se desprenda de una joya como si fuera bijouterie.