En una reciente encuesta a nivel nacional, IPSOS consultó sobre cuál creía la gente que había sido el nivel de participación del ex Cardenal Bergoglio en la última dictadura, sobre todo en el marco de ciertas acusaciones cruzadas acerca de su presunto rol en mencionada época.
El dato resultante es interesante: 57% cree que no tuvo participación, contra un 8% que manifiesta que sí lo tuvo. El 35% restante, en cambio, sostiene no estar en condiciones de poder responder. Simplemente, no sabe, no contesta.
El análisis desagregado de los datos es aún más interesante. El 14% de los jóvenes cree que es probable que haya existido alguna vinculación y –lo que es más llamativo- así también lo consideran los segmentos de mayor poder adquisitivo del país (ABC1), donde el porcentaje trepa al 19% de los mismos. En contraste, casi el 60% de los sectores en situación de pobreza e indigencia sostiene que tal participación no existió, al igual que el 62% de adultos entre 45 y 59 años de edad.
Ahora bien, el grupo que manifiesta estar convencido de que participó (8%) guarda relación de proporción con la cantidad de gente que dice no estar orgullosa por su designación (9%). No obstante, no ocurre lo mismo con aquellos convencidos que tal colaboración no existió: al considerar qué tan orgullosos se sienten los entrevistados, el número asciende a 76%. En una palabra, muchos de los que no se sienten en condiciones de responder sobre la presunta vinculación de ex Cardenal con el último régimen militar, aun así se sienten orgullos por la designación. Principalmente mujeres (donde el porcentaje crece en un 28%) adultos entre 30 y 44 años (+21%), adultos mayores (+41%) y personas con nivel socioeconómico bajo (+20%).
¿Qué hace, entonces, que el orgullo se imponga a las dudas? Dos factores convergentes. El primero es el peso en el imaginario del valor de la argentinidad, algo sobre lo que mucho se ha hablado en los últimos días. El segundo, en cambio, está relacionado con la espectacularización, en este caso, de lo religioso: la imagen que los medios nos devuelven, simplificada bajo la forma de espectáculo, de nosotros mismos festejando, conversando, criticando u opinando. Una imagen, comunitaria, Sagrada, de una Argentina que muchos condenaban el ostracismo de lo profano.
Las figuras consagradas, por fuerza del mérito, reactualizan en todos nosotros ese imaginario del esfuerzo, del sacrificio y la consagración que llegó en barco con nuestros abuelos. Nuestra historia es el relato –siempre coherente- de la excepción consagrada (en el exterior, siempre en el exterior).
Un porcentaje importante de ese 76%, porcentaje que aun duda, está dispuesto a sacrificar sus dudas por ser parte del espectáculo: de la puesta en acto de la argentinidad y sus mitos subsidiarios: el esfuerzo, el sacrifico y la consagración.
El orgullo declarado por el 76% de los encuestados es otro de los nombres de la identidad. Se siente orgullo porque muchos, y muchas, son interpelados en su argentinidad e invitados ser parte, a pertenecer, al relato vivo –en vivo- del espectáculo religioso: la vigilia en la catedral, el abrazo, los besos o los gritos al momento de conocerse la noticia, etc. El reconocimiento global a Francisco tiene, en nosotros, un correlato de pequeño pueblo. De historias mínimas: quien viajo en subte con él, quien desayunó cerca suyo, quien fue vecino, sólo por mencionar algunos. Un conocido por todos en la aldea local, hoy reconocido globalmente.
Lutero escribió, contra la santidad de las obras, que los preceptos y mandamientos que señalan modos de obrar en las Sagradas Escrituras sólo persiguen el objetivo de marcarnos un límite. De ponernos frente a nuestra propia impotencia. Nos equivocamos al hacer de ellas la razón misma de nuestro modo de obrar en el mundo. Sólo cuando nos humillamos ante este límite, cuando lo reconocemos y nos reconocemos impotentes, nos ponemos de cara a la promesa y la oferta divina: se nos invita a creer. En una palabra, no son necesarias buenas obras para la salvación. La obra, después de todo, es cosa muerta. Basta con la fe para que un cristiano sea libre, tanto de los preceptos como de las leyes.
Muchos argentinos, sobre todo el 19% que aún sintiéndose orgulloso del nuevo Papa duda acerca de cuál fue su participación en la última dictadura cívico-militar, hoy parecen luteranos. Están dispuestos a supeditar el (presunto) obrar del pasado a la fe presente. Confían que la fe los libere de cualquier cosa que el obrar haya podido (o no) haber hecho en el pasado. Después de todo, en ese segmento, no es su común-unión con el mundo de la fe lo que está en juego, sino algo aun más grande y valioso: su participación en el Gran Relato (imaginario) de la argentinidad y su puesta en espectáculo.