Al llegar ayer a la oficina, presencié un debate (intenso, por cierto, y con todo un abanico de aditamentos personales y anécdotas) en relación a un artículo de la periodista Evangelina Himitian, publicado en La Nación, sobre el uso del preservativo y la (mal llamada) “pastilla del día después” en adolescentes.
La nota toma como punto de partida una investigación del Instituto Gino Germani en donde, en función de la comparación de dos encuestas autoaadministradas (una en 2005 y otra en 2012), se evidenciaría un crecimiento en el uso de la “píldora del día después” (que pasa de un 8% en 2005 a un 47% en 2012), mientras que el uso del preservativo decrecería 10 puntos porcentuales en el mismo período, pasando de 76% en 2005 a un 66%.
La nota es menos interesante por los datos que arroja que por el esfuerzo retórico en establecer una correlación entre el crecimiento en el uso de una y la caída del otro. De hecho, el título del artículo es “Sexualidad adolescente. Usan más la “píldora” que el preservativo”, aun cuando ambos usos no son mutuamente excluyentes, por lo que no puede establecerse sobre la base de la evidencia disponible ninguna correlación de ese tipo. Después de todo, la baja del uso del preservativo como método no explica el crecimiento del uso de la “píldora”: el uso o no de uno no determina el uso o no del otro, sino que –sin ir más lejos- bien puede el crecimiento en el uso de las pastillas simplemente deberse a la decisión de muchas jurisdicciones de comenzar a distribuirlas de forma gratuita en Centros de Salud.
De hecho, la idea que expone el artículo en relación a que los adolescentes le temen más al embarazo que a las enfermedades de transmisión sexual (ETS), por eso el uso creciente de la “píldora” en detrimento del preservativo (aun cuando esta correlación, como dijimos, sea dudosa), tiene como presupuesto que (a) todos los adolescentes tienen un amplio conocimiento de ambos métodos, (b) que existe disponibilidad y acceso libre, fácil y –sobre todo- por igual a ambos métodos por parte de cualquier adolescente y (c) que este grupo conoce acabadamente contra qué los protege cada uno de esos métodos y -en un acto de racionalidad perfecta- sopesan contra qué quieren protegerse (si ETS o embarazos), eligiendo en consecuencia. Todas premisas que se dan por supuestas pero de dudosa vigencia, sobre todo si consideremos las formas en que se vive la sexualidad adolescente en sectores con derechos vulnerados y acceso diferencial a los servicios de salud…
En una palabra, el artículo busca establecer una correlación que –en mi opinión- sólo puede tener por objetivo poner en discusión el uso (polémico, para ciertos sectores) de la “pastilla del día después” y la efectividad de las políticas públicas en materia de educación sexual, al precio de subestimar otras dimensiones. De hecho, el artículo menciona -al pasar- un dato que encuentro mucho más alentador e interesante que el resto: el número de los adolescentes que no se cuidan se redujo de un período a otro a un 8%, aunque se omita decirnos en qué proporción ocurrió este cambio.
Se omite, incluso, en toda esta comparación un rasgo de género fundamental que atraviesa esos “usos” en materia de métodos anticonceptivos y “métodos de emergencia” (como es la “pastilla”): no puede establecerse una correlación de usos o desusos entre y otro por que su consumo está marcado fuertemente por la condición de género de los usuarios. Es más, lo más lo “alarmante” del los resultados del estudio del Germani, si se quiere, no es que un uso baje y otro crezca, sino la transferencia de riesgo que con lleva sobre las mujeres. En el crecimiento del uso de métodos de emergencia como métodos de anticoncepción (la “pastilla”) son las mujeres las que terminan asumiendo el riesgo sobre su propio cuerpo (por el impacto hormonal que implica) y la responsabilidad sobre un eventual embarazo, del placer sexual de todos.