Quise dejar pasar un tiempo prudencial entre los hechos de público conocimiento de la semana pasada y la escritura. No sólo por respeto a las víctimas y sus familiares, sino también porque además de haber sido inundados por el agua, creo que a su vez lo fuimos por cierta ansiedad de palabra.
Los argentinos tenemos muchos problemas y –evidentemente- los vinculados a infraestructura, la continuidad en materia de obras públicas y el hecho de asumir responsabilidades y costos políticos por parte de cierta dirigencia que esté a la altura de las circunstancias, son algunos de ellos. Pero, no es menos cierto, que ante los problemas nos imponemos una cómoda distancia.
De hecho, si hay una actitud que resume la tragedia de la semana pasada es el acto de tomar distancia. Distancia de cierta dirigencia política para con sus responsabilidades, cristalizada en el hecho mismo de vacacionar kilómetros de distancia. Pero también distancia de buena parte de la opinión pública y de la opinión publicada para con la política. Todo ocurre como si de pronto descubriésemos que nos gobierna una suerte de casta que no mantiene vínculo alguno con nosotros. Nunca fueron electos por nadie. Aplaudidos por nadie. Reconocidos por nadie.
Hay algo en la fantasía-mito de la producción y reproducción automática de la política por la política que nos tranquiliza. Nos libera de ella. Nos pone a una buena distancia de sus modos y formas.
Pero además hay otro punto, aún más incómodo de tratar y que (en rigor de verdad) no me resulta fácil: la comodidad distante de las donaciones. Es, sin lugar a dudas, meritorio y digno de reconocimiento la actitud que muchos han tomado de donar cosas, pero sería ciego no reconocer que el acto de donar es otro de los tantos nombres de la distancia. Ese Otro necesitado se nos hace tolerable y objeto de nuestra complacencia porque no nos demanda más que el gesto de desprendernos de algo. Una sola vez, sin tener que hacer seguimiento alguno, uno adquiere la tranquilidad de quien cumple un mandato. Los programas sociales, en cambio, nos demandan mensualmente aportes de los que sólo podemos desconfiar, aun cuando no sepamos cómo se distribuye la ayuda o cómo es la logística en ninguno de los dos casos. Incluso, la militancia puede pensarse como su anverso lógico. Después de todo, lo que la donación tiene de tranquilizador y escéptico, la militancia tiene de sucio: implica dar respuestas permanentes de qué hacen “esos”, quiénes son y en qué piensan, por eso irrita.
La distancia también nos permite mantener conversaciones de cierto nivel de cómoda erudición en los bares o los asados con amigos. Podemos hablar de lo bien que le va a Brasil y Chile, aun cuando no conozcamos la brecha de desigualdad que separa a los más ricos de los más pobres en esos países; nos permite admirar a Lula, incluso cuando hubiese ejercido sobre nosotros una gran presión fiscal para sus políticas de hambre cero de haber sido nuestro Presidente. Aun más: por sobre todas las cosas, nos permite aplaudir las declaraciones de un presidente de otro país, en voz baja -ese tono que caracteriza a la cobardía-, entre dos varones y hablando de una mujer con ese fluir del cuerpo propio de los rioplatenses que caracteriza las conversaciones entre “machos” de barrio. Sólo faltaba el tango de fondo y un oficial de justicia que diera por muerto al nacionalismo en manos de una pelea política interna contaminada con cuestiones de género.
Por último, la distancia también nos permite definir qué nos gusta sin tener que hacer demasiada introspección o conocernos mucho (algo que tomaría mucho tiempo). Nuestros jugadores de fútbol, artistas y referentes sociales son buenos o malos en función del éxito internacional que pudieran o no adquirir. Toda una meritocracia consagrada en la distancia.
Pasamos gran parte de nuestras vidas en la comodidad de la distancia, pero aun cuando resulte cómodo escribir que monolíticamente esta es la actitud de “los argentinos”, cierto es que hay quienes, varones y mujeres, le ponen el hombro y el cuerpo en tiempo presente. En la incomodidad de la no-distancia. Es muy probable que no sean vistos a los ojos del Gran Público, ni lo serán en el futuro inmediato -por lo menos hasta que no sean reconocidos en el exterior- aun cuando hacen un gran esfuerzo por ponerle el cuerpo al barro de la historia.
Aún así, en algún punto, muy a pesar nuestro, la distancia como marca de nuestra cultura (sobre todo política) nos toca, aun cuando nos consideremos exentos de ella. Lo dice alguien que sólo en la comodidad de la distancia con los hechos de la semana pasada, ha logrado escribir estas breves líneas…
Romper este círculo para asumir la actitud presente de cambiar las cosas implicaría reconocer que la salida es política y que los esfuerzos deberían canalizarse en pos de la construcción común y no en la edificación de nuevas barreras que nos pongan a salvo, a prudencial distancia, de la inquietante mirada del otro.
Walter Benjamin escribió que no podemos prescindir de la idea de presente. Un presente no como transición entre un pasado determinado y un futuro inevitable, sino como un momento opuesto radicalmente a la distancia: un punto en el cual el tiempo se estanca y se detiene. Un aquí y ahora. Después de todo, es sólo en el presente cuando se escribe la historia.