En la puerta de la escuela, el Paco espera

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9. En la puerta de la escuela, el Paco espera

La primera vez que lo vio era un cachorrito; salía de una caja de cartón, debajo del banco de una plaza. Le pareció feo y defectuoso, rengo, con la panza desmesurada por los parásitos, perfecto. Dejó de mirar hacia adentro, interrumpió el monólogo interior miserable y odioso, se detuvo para ver al perro. Bastó con un chiflido. Juan Moreira lo miró, movió la cola, caminaron y crecieron juntos a partir de ese momento.

 

Ilustración: Aylén Giraudo

Ilustración: Aylén Giraudo

De niño se aferró a la rutina y al animal, su único amigo conocido. A todos les pareció que continuaría haciendo lo mismo; quizás una manera eficaz de afrontar una vida así, de hacer orden en el desorden. A las 12:55, el preadolescente hirsuto por dentro y por fuera, continuó cruzando la reja y entrando en la escuela. No le hacía falta cerciorarse: Juan Moreira permanecería allí, sentado, firme, guarecido bajo el improvisado techito formado por la cornisa del piso de arriba. Desde aquel chiflido ya añoso, con lluvia, nieve, frío o calor (los chicos así jamás faltan a la escuela), el perro espera pacientemente junto a la reja la salida de su dueño. Recibió algunas patadas al principio, pero fueron pocas. La portera del jardín (una señora robusta y con fama de pícara), lo bautizó “Paco”, y comenzó a traerle las sobras de sus comidas. El portero de la primaria le puso un cacharro roto, con agua. Cuando el  invierno se puso fiero, la seño Soledad le llevó un pullóver viejo, de su papá. La rutina del chico se bifurcó y pautó la rutina del perro, que fue Juan Moreira durante casi todo el día excepto ante la reja, donde era el Paco, para la malicia de algunos y la indiferencia de casi todos.

El día que ocupa este relato, rompió para siempre la dupla cotidiana. Empieza como siempre: 17:15 suena el timbre y el perro se estira, atento, expectante. Salen todos y al final, se oye el chiflido. Aparece  el dueño, huraño, ceñudo. Caminan juntos, pero separados ( las costillas de Juan Moreira saben lo que sucederá si se acerca demasiado en público, pero ignoran que este momento siginifica el comienzo del final de la cadena). Los pasos se sincronizan, como su relación, simple y compleja. Son veintisiete cuadras, sin abrigo ni paraguas. Manos en los bolsillos, auriculares, el monólogo interior de dientes apretados, ininterrumpido. Ojos sin ojos. Cara gris. Juan Moreira presiente a las 17:43 que sus vidas cambiarán para siempre. Se niega a admitirlo, sacude la cabeza: está bien así. A Juan Moreira, las apariencias de la luz del sol bajando sobre los árboles y el viento frío no lo engañan. Presiente que, tras la reja misteriosa que le veda el paso, ese día su dueño ha cometido un error que les costará caro. Tensos, llegan a la esquina última. El chico saca las manos de sus bolsillos, convertidas en puños. El perro reconoce a dos chicos de la escuela, en actitud de espera. Abre la boca para ladrarles, pero la mano de su dueño detiene el sonido de su voz y, resignado, se sienta a unos pasos, guardando distancia. Ve que uno de los otros blande un cuchillito, que lanza un reflejo que encandila. Ve cómo su dueño mete nuevamente la mano en su bolsillo y saca algo indefinido, oloroso, en una bolsita. La bolsita cambia de manos, pero el cuchillito refulgente no desaparece en un bolsillo, sino en la espalda de su amigo, que gira convertido en niño (qué extraño, es la cara que tenía cuando soñaba pesadillas y lo abrazaba y lo besaba en las noches estrepitosas de esa infancia sobresaltada de gritos, frío, hambre y cosas rotas) y cae de rodillas ante él, como en un rezo. Juan Moreira no sabe lo que es un rezo. No entiende por qué lo patean los policías, cuando llegan, y lo arrancan de los brazos de su dueño, que se ha transformado en muñeco. No entiende por qué el chico no le hace la acostumbrada seña con la mano, cuando lo suben al estruendoso auto. No entiende por qué, para las miradas de la portera del jardín, del portero de la primaria y de la seño Soledad,  no vuelve a significar perro, sino metáfora. Ya no vuelve a su casa, se queda esperando frente a la reja.  No entiende por qué, si existen las 12:55 y las 17:15, en un continuado día que al final es todos los días, no ha vuelto aún a escuchar el esperado chiflido.

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