Por: Adriana Lara
PROYECTO PIBE LECTOR es un blog de FICCIÓN. Cualquier parecido con la realidad, es mera coincidencia.
19. Delicia de velorio
Quienes conocieron a Delicia sintieron algo inquietante al enterarse de la noticia de su muerte. Parecía mentira; era infinitamente vieja y la gente se había resignado. La hora llegó cuando la mujer se había convertido en una arruga color beige clarito, de ojos como bolitas verde agua, brillantes, bajo pestañas ralas. Siempre impoluta, enfundada en su guardapolvo tieso, engalanado por los años de blancura. La directora Delicia. Falleció. Lamentamos el deceso. ¿Se murió? Nuestras sinceras condolencias.
La gente fue llegando al velorio con cara de circunstancia. No somos nada. Delicia había sido maestra en la 79 cuando era la 14, en la primaria, y se contaban de ella leyendas que habían sentado las bases de un poderío indescriptible. Alumnos que se habían orinado encima sólo porque Delicia había pronunciado su nombre. Padres obsequiosos que se habían enamorado de sus ojos cuando eran oscuros y le habían regalado un visón, un viaje a Europa, un gato persa. Un día estamos y al otro no. Madres despechadas por la adoración que provocaba, celosas, rindiéndole pleitesía durante los actos del Día del Maestro, entregándole ramos de rosas con espinas.La Delicia, la de la época del puntero, la pluma y el tintero. La vida, este valle de lágrimas.
Murmullo de velatorio, entretejido de chismes, anécdotas, santiguaciones. Que descanse en paz. Palabras de Delicia no pronunciadas por su boca muerta sino por el runrún de la sala, hojarasca sobrevolando el hedor de las calas podridas:
“El guardapolvo no se mancha”, “Se debe ser y aparentar lo que se es” ,“Maestra, con Mayúsculas”, “Para ser Maestra, hay que tener vocación verdadera” “Los educandos nos agradecerán en el futuro todo el rigor que les impongamos en el presente”, “Es por su bien, no por el nuestro”… Una enorme pérdida. Dios nos ayude a soportar tan grande ausencia.
Delicia fue secretaria, después de ser maestra. Luego, directora. Se murió en la escuela, con el guardapolvo puesto, detrás del escritorio a donde la habían relegado a causa de su pura vejez, mirando sin ver el transitar de docentes jóvenes, chiquillos impetuosos, auxiliares, padres, equipos de música, trajín de escuela, en fin, “aire que respirar”, en sus palabras. No hay lágrimas suficientes. ¿Hijos no tuvo? Shhh, siempre señorita. Nunca se casó.
Una mujer espía escondida por una corona. No sabe que el resto de las mujeres presentes conocen su secreto. (Todas saben e ignoran que las demás saben). Nos ha abandonado en cuerpo, pero su espíritu permanecerá eterno. Cada una cree que Delicia le hizo algo personal, que fue con ellas el asunto de la pregunta. Jamás sabrán que formaban parte de un cosmos construido por una tirana increíblemente perversa, porque no compartirán su dolor: es un secreto teñido de vergüenza. Delicia, despojadora de la inocencia virgen del deleite del primer día de clases. Era de Dolores, pero acá no se ve ningún pariente. ¿Se habrán enterado? Era muy vieja.
Durante su reinado infinito, Delicia recibió con una sonrisa de dientes afilados a cada mujer de cara emocionada. Le dio un paseo por la escuela, le dio papeles que firmar, ofreció té, le hizo la prueba. Las que aguantaron, se quedaron. “En esta escuela enseñan las maestras con vocación, la escoria que vaya a otra parte”. Había perfeccionado su método: un pequeño niño, angelical, suave, se acercaba a la maestra que, radiante, acababa de apoyar su cartera en la silla ante el escritorio. La nueva se inclinaba, solícita, para escuchar al pequeño. Delicia observaba desde la puerta: a veces pasaban años sin oportunidad de ver la escena. El pequeño pronunciaba la pregunta. En la reacción de la interrogada, Delicia medía cuidadosamente cuánta vocación tenía, cuán duradera sería… Delicia, la alquimista de la esencia docente. La desfloradora. La que arruinó la vida de tantas. La que perturbó las ilusiones. La que causó dolor. Le llegó, por fin, la muerte. A todos nos llegará. ¿La querría alguien? Los acompaño en el sentimiento.
En el mujeril velorio, la que espiaba finalmente tomó coraje. Fue fácil hacerlo: nadie había entrado a ver el cadáver que descansaba entre velones inmensos y solemnidad fétida. Cuando quedó frente a la muerta, se sintió más sola que antes. No sabía que representaba en ese momento a decenas de mujeres dañadas de la misma manera. Se oía perfectamente el murmullo de afuera. Una partida anunciada, pero no por ello poco sentida. Recitaban hazañas de la directora, su fortaleza, sus logros, su despotismo, su crueldad, su fiereza. Lo siento tanto. Se han enlutado nuestras almas. La mujer se acercó al cadáver, se agachó, pegó su boca a los oídos llenos de algodón y pronunció la pregunta que el pequeño enviado le había hecho hacía décadas. Ella era de las que había durado solamente un día: no había pasado la prueba. Delicia había recibido su renuncia con inocultable sorna. Taquicardia. Sudoración. Mareo. Repitió la frase ajena, la dijo una, dos, veinte veces. No sintió nada. Había esperado pacientemente la muerte de la vieja. La muerte nos ha cubierto con su manto oscuro. Había jurado que se vengaría y ahora estaba ante un cajón. No alcanzaban las palabras. En un rapto de desesperación, la mujer desabotonó el guardapolvo que enfundaba el cadáver y se lo quitó.
Antes de salir corriendo, con una fuerza sobrehumana, levantó la tapa que estaba apoyada contra una pared y cerró el ataúd. Dobló cuidadosamente el guardapolvo que ya no era mortaja, vació uno de los enormes floreros, lo introdujo en él y lo quemó. Causa una tristeza profunda perder un ser querido.
Si alguien hubiera podido ver el rostro de Delicia cuando se hizo el silencio, cuando las luces se extinguieron, se hubiera estremecido. Desnuda hasta del alma, amarillenta, blanda y cerosa, la sonrisa se le hizo mueca y así marchó hacia el otro mundo, para responder despojada su propia, personal e inevitable pregunta.
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