Por: Adriana Lara
PROYECTO PIBE LECTOR es un blog de FICCIÓN. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
Susana, una alumna de la nocturna, contó una anécdota que me dejó pensando. Su marido había sido remisero en épocas en donde los remises eran sólo para la gente adinerada y había ido a buscar a alguien importante al aeropuerto. Mientras conducía de regreso, el pasajero le preguntó: “¿Usted sabe quién soy yo?”. El buen señor lo miró por el espejito retrovisor y le dijo que no sabía. “Debe ser muy afortunado, entonces”, contestó el pasajero conversador. “Yo soy Julio Cortázar”.
La historia me fascinó, quizás por lo sencilla. Me quedé pensando en cómo se verían los rostros en la penumbra, en la posibilidad de tener a Cortázar sentado en el asiento trasero del auto y poder decirle cosas, preguntarle, darle fuego o fumar un cigarrillo con él. Me pregunté qué le hubiera dicho si hubiera estado en el lugar del conductor en ese viaje. Después de pensar mucho, creo que sólo le hubiera agradecido por haber escrito cada una de sus páginas y le hubiese contado que, por esas cosas de la vida, la gente que lo lee con fruición termina llamándolo “Julio” y queriéndolo un poquito o mucho. Y que sus historias se convierten día a día en las aulas argentinas en la llave que inaugura la experiencia con la literatura. De eso se trata el siguiente texto, de Cortázar y la experiencia de descubrir la literatura en la secundaria:
21. Hoy nos toca Cortázar
Cada año, arranca nuestro domingo por la tarde cuando comienzan las clases. Soy peugeot. Subo a la autopista y me voy embotellando. Los demás autos, los necesarios, son hostiles al principio. Observan rebosando desconfianza, distantes y exultantes, desafiantes o indiferentes. Algunos lanzan piedritas; los futuros Taunus blancos son los primeros en interpretar las palabras cuando empezamos a leer. En las primeras horas de la mañana comienzan a decir frases erizadas de “qués” y “que” (es culpa mía, por supuesto, sucede porque lo permito):
-¿Para qué vino?
-¿Por qué no se calla?
-¿Para qué sirve leer esto? ¿Que quiere que haga qué cosa?
Durante los embotellamientos, toma tiempo organizarse. La pregunta que aún siendo ya modelo antiguo no puedo responder es la de por qué no soy Taunus. No puedo serlo, simplemente. Si me resuelvo e intento ser Taunus, inmediatamente, en el milésimo segundo transcurrido entre mi decisión y el ir a aplicarla, vuelvo a ser el ingeniero. No hay caso.
-¿Por qué no es Taunus? ¡Tiene que ser Taunus!
No sé si es porque no quiero; lo segurísimo… es que no puedo.
La cosa es que transcurre el tiempo y, en general, los embotellamientos devienen en juegos en el subterráneo (en el metro), a mediados del año. Es pura rutina relampagueante la que vamos urdiendo: la prédica sobre el tigre, la continuidad de los parques, las hormigas, cefaleas, bombones y venenos nos atraviesa y eriza la piel en momentos gloriosos que son vida cotidiana y mi mester. A la hora de la siesta ( cuando ya estamos cansados), nos ponemos el pullóver o nos corre un indio. Cuando se hace primavera empieza el asuntito incómodo de que toco tu boca y a la hora de la sed y el hambre es otra cosa y hasta podemos dormir, porque siempre soñamos y lo que para los demás son pesadillas, para nosotros es maravilla del universo.
Hoy nos toca Cortázar. Ahora es.
En un embotellamiento, lleva tiempo cambiar las miradas de los otros autos en puro ojos para adentro. Es peliagudo, complicado, como si fuera otro idioma ( por ahí sería más fácil si yo fuera Taunus, lo lamento tanto). El caminito es arduo: hacerles saber que conozco sus gestos, motores, carburadores, circuitos. Que me interesan sus ruidos porque los escucho con atención, sus costumbres y preferencias. Que lo interesante es lo que pasa en el cuento, primero explicado y luego, una vez entendido, fantaseado, imaginado, pensado y repensado.
Cae el atardecer cuando sucede. Fue necesario tener paciencia. Si abrieron la portezuela del auto, podrán arroparse pensando en la gloria de ser boxeador y escuchar cómo suena el jazz. Si no la abrieron y permanecieron indiferentes, no podrán.
En la autopista, todo es condicional y matizado de “quizás”. Lo único inexorable es el transcurrir del tiempo.
En diciembre el camino se despeja, aceleramos por fin, atravesamos el puente, nos perdemos de vista. Dejamos el lugar fantástico y nos vamos al otro, donde no soy peugeot viejo sino andá a saber qué cosa familiar polvorienta y multiuso. Los que leyeron llevan historias indelebles en su corazón, los demás quizás vuelvan algún día a buscarlas. Cada uno termina en su casa, donde está el armario con los conejitos escondidos y el axolotl. Por mi parte, me dedico a descansar mientras cargo el combustible para volver a embotellarme al año siguiente: así es mi árbol mondrianesco; soy cuidadosa al seguir las instrucciones. Eso sí, tienen razón los que me acusan de esperar imposibles: durante las vacaciones dejo en la biblioteca linternas, abrigos y paraguas, no sea que a algún pobre diablo se le ocurra seguir leyendo, se meta y no pueda, con ese clima y la luz apagada.
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