La Mola salió del Clóset

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22. La Mola salió del Clóset

Cuando la Mola pudo comprender la diferencia entre su cuerpo y lo que no lo era, la tragedia y la decadencia se habían desplomado sobre los Verdún. La tienda de antigüedades que los había colocado en el Club Social, en las fiestas de privilegio y en los mejores salones de Salinas, se cubrió de polvo, primero, y luego de la indignidad de la lata, el cacharro y la presunción de demencia. La abuela Verdún, viuda temprana, cuando la muerte se llevó a su única hija no pudo conservar el brillo de los bronces y abrió las bellas puertas ornamentadas a las excentricidades, primero, y luego (dicho francamente y sin eufemismos), a la baratija y a la basura. La colección de libros antiguos se fue mezclando con manuales del alumno bonaerense de sobados lomos, tocadiscos rotos desplazaron en los estantes a los cristales de Murano; había frascos con lombrices solitarias en formol, un feto con dos cabezas de dudosa autenticidad, vajilla descartable usada y mal lavada, muebles podridos, zapatos gastados y, finalmente, ropa vieja. Toneladas de prendas usadas, en valijas, en bolsas, en percheros abigarrados que formaban bloques impenetrables de telas harapientas y hediondas.

Arcimboldo: "La Tierra"

Arcimboldo: “La Tierra”

El olor pestilente de “El Clóset”, como rebautizara la abuela Verdún a la tienda, se hizo famoso. Para la Mola, que jamás salía de allí, era el único aire puro sobre la Tierra.

Cuando el lugar se convirtió en una sombra bizarra, la Mola tenía dos años. La abuela cerraba las persianas y permitía que la pequeña gateara sobre los fardos de la acumulación, entre bolitas de naftalina. La Mola se movía mientras la vieja mujer narraba la historia familiar de los Verdún, paso por paso, anécdotas del viaje desde Londres, las bodas, historias de dos hermanas, de la hija, del marido, todos muertos. El relato fragmentado se elevaba como mantra y rodeaba a la niñita, su única destinataria, la privilegiada, la heredera. La que escuchaba e imaginaba a sus ancestros, impregnándose de tal manera del espíritu de la senil ropavejera que, según los habitantes de Salinas, no hubo modo de que físicamente se convirtiera en otra cosa: una descomunal adolescente obesa, blandita, de cara redonda y colorada, melena flotante como copo de azúcar y manos rematadas en dedos como choricitos. Toda ella hedionda a naftalina, a usado y a viejo; toda ella a imagen, semejanza y tacto de “El Clóset”.

Los clientes invasores se sobresaltaban al doblar en algún recodo y toparse con la Mola, que leía encaramada sobre una pila de leños falsos. O cuando corrían el pesado cortinaje de un probador y la adivinaban arrebujada entre discos deformados por el tiempo, en el fondo de un bello espejo.

Como “El Clóset”, la Mola inspiraba repugnancia y fascinación. En Salinas, la Mola y su vivienda eran leyenda. La abuela la acariciaba y le susurraba que le traía suerte, que la clientela venía para ver a la bella heredera. Todos se preguntaban con un estremecimiento de regocijo morboso qué sucedería con la chica monstruosa cuando alguien tuviera el coraje de ponerle un punto final a la desagradable tienda.

Durante el velatorio de la abuela Verdú, la Mola se quedó en “El Clóset”. Ni el qué dirán ni el peinado que le hizo la farmacéutica pudieron arrancarla de ahí: la chica cerró las persianas y se escondió sabiendo que la iba a encontrar Magoya si ella no quería que la encontraran. Fue una noche memorable. Lloró a mares, a gritos, la muerte de su abuela loca. Pensó en el mundo exterior, en la calle, imaginó la tienda vacía de cosas. Reconstruyó en su mente, cuidadosamente, el relato familiar contado millares de veces por su abuela y protagonizado por los muertos imaginados, vestidos con la ropa de los percheros de “El Clóset”. Se preguntó qué haría ella en un mundo ajeno que parecía estar esperando que saliera para despreciarla. Se preguntó quién era realmente ella. Recordó el sector de las prendas de los Verdún: la tribuna de los parientes fantasmales. 

Se sorprendió al descubrir, después de toda una vida de deslizarse por la tienda, que no existían llaves ni cerraduras en las puertas. Bastó con encender la araña de caireles plásticos: ante ella estaba el perchero con el vestido de novia de la madre que no conoció, el de su abuela, el de la finada tía abuela Elvecia. Los treinta y siete tapados de piel pertenecientes a la bisabuela Verdú, exhalando olor a naftalina y anécdotas veleidosas, estremecidos de palpitación de rata y alimaña dormida. El gabán del abuelo, más allá. El perramus. Resonaron las palabras de la vieja loca: “Saber que este vestido fue de tu madre te demuestra algo importante: vos sos hija. Mirá este abrigo: fue de tu bisabuela. Te hace bisnieta”.

La Mola se desnudó por completo, absolutamente sola por primera vez en su vida. Tenía dieciocho años ya. Sacudió su copo de pelo, descolgó el primer abrigo, se lo puso. Lentamente al principio y luego desesperada, histéricamente, hundió la nariz, el pelo, los dedos, las piernas, se refregó y restregó contra la piel amarillenta del tapado que de repente se volvió cálido, dorado, lujoso, amigable… un hogar.

Ése fue el punto de partida. El inicio del principio. La noche clave. La Mola, enfundada en pieles, se sintió lista para salir de la tienda, para respirar el aire de los subtes, de los trenes, de las calles. Lista para “el afuera”. Fue al “afuera” al que más le costó, probablemente, adaptarse a la salida de la Mola.

La chica era un gigante peludo. Un oso con copete de azúcar, una nutria de pesadilla. En Salinas pusieron el grito en el cielo, pero no hubo nada que hacer: Manuela Verdú era mayor de edad y había leído a Freud, a Nietzche, a Lacan, a Sartre y vaya a saber a quién más. Apabullaba no sólo con su tamaño de gorila sino con sus argumentaciones. Aprobó todas las materias del secundario rindiendo libre y consiguió una beca en una universidad en el extranjero. Alquiló un subsuelo para su perchero de treinta y siete sacones y los respectivos fantasmas de la tribuna. Se paseó desnuda debajo de su cubierta de pieles durante inviernos y veranos por Salinas, por Buenos Aires, por Londres. Fue tan llamativa que logró que nadie la mirara, provocó tanto el qué dirán que nadie tuvo nada que decir.  

Es pediatra en su pueblo ahora. Así como fue hija y nieta, ahora es madre, es amiga, es compañera. Sigue sin usar otra ropa que sus abrigos. Continúa sin peinarse ni teñir el copo esponjado que tiene como cabello. Si en algún momento aciago extraña a su abuela, le basta con pasar los dedos por la piel que lleva sobre el cuerpo. Si en algún momento se siente sola, recorre el perchero que llama “tribuna fantasmal”, o toma un libro de su biblioteca. No es fácil ser una Verdú, asegura. A sus íntimos les confiesa que a veces sueña con sus parientes, que le susurran palabras cariñosas. “La soledad es no tener identidad, y no tener identidad es no tener herencia”, decía la abuela. Cuando recuerda esas palabras, la Mola sonríe a solas, a la nada, con sonrisa de bebé, mientras sueña con vacunas gratuitas para los niños pobres, con puertas sin cerraduras y con heroínas gordas y peludas que luchan contra lombrices solitarias y las encierran en frascos.  

 

                          

Comentarios:

Juan sin miedo: Me manifiesto en contra del uso de pieles de animales, por ello estoy en contra de este cuento.

Blanquita (inició sesión en yahoo)Juan sin miedo, si se trata de un cuento, las pieles de los animales son imaginadas, entonces no hubo daño alguno.

Juan sin miedo: ¿Y qué te pensás, Blanquita? ¿Que los animales imaginados no sienten dolor? ¿Eh? ¿Sos obtusa, vos?

Vero:  Yo creo que Blanquita tiene razón, que si son inventados no sufren. Además, como es todo inventado (el abrigo y el animal), se puede imaginar que no sufre nadie porque, por ejemplo, se puede inventar que a un animal grandote se le viene el otoño y tiene que cambiar la piel y se la saca porque ya no le sirve y le sale otra. La que no le sirve la usan para hacer tapados, ¿ven? y así quedan todos contentos hasta el próximo otoño.

Blanquita: (inició sesión en yahoo): ¡Dale, me encanta tu propuesta! Pero que las pieles imaginadas sean sintéticas, y en colores. Y biodegradables.

Juan sin miedo: Bueno. Si es biodegradable, no hay daño posible. Mil disculpas por decirte obtusa.

Blanquita: (inició sesión en yahoo): Aceptadas. Igual un poco de razón tenés, capaz. Muy lindo, el cuento de los bichitos que cambian la piel en otoño.

Vero: ¡Totalmente! ¡Leer es lo más!

 

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