Búmeran

#ProyectoPibeLector

PROYECTO PIBE LECTOR es un blog de FICCIÓN. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.

36. Búmeran

 

Piiiiiiiiiiiippp (portero eléctrico)

_¿Quién?

_ ¿Está mi abuelo?

_ No, vuelve a eso de las doce, está en el Hospital. Pasá.

Ernest Descals

Ernest Descals

La chica le da un beso discreto a la señora que ayuda en la casa. Se mete en la biblioteca, diciendo algo parecido a “lo espero ahí porque necesito algo para”. Viene porque no tuvo ganas de ir a la escuela, para sentir el olor de los libros viejos y para hablar por teléfono gratis. Cuando escucha el ruido del lavarropas, claro indicio de que la señora está lejos, se abalanza sobre el teléfono, marca un número y entabla una larga conversación que incluye cosas como:

_ ¡Mi mamá me compró el pantalón azul!

_ ¡Te queda divino!

_ ¿Cómo sabés? ¿Me estás viendo?

_ ¡No! ¡Pero me imagino!

A las doce menos diez, la señora le dice a la chica que se debe ir. Dice algo sobre dar de comer a su hijo antes de marcharse a otro lugar para trabajar. El abuelo no ha llegado, quizás tuvo problemas con el turno del hospital. La chica decide cortar la comunicación y salir. Piensa que llegará su abuelo y quiere verlo, pero sin tener que verlo. El sentimiento contradictorio es demasiado complicado para analizarlo. Manotea su coartada al azar: un libro cubierto de polvo. Se arrepiente de inmediato: al sacarlo queda el hueco en el estante de madera, decolorado por la mugre de incontables años. No hay tiempo para arreglarlo.

_ ¡Decile que lo esperé y me tuve que ir, que mañana vengo!

El tomo encuadernado pesa mucho dentro de la mochila rosada y hace calor. Al pasar por la plaza, la chica decide soltar el lastre. Piensa que es igualito a un montón de volúmenes de la biblioteca de su abuelo y que a quién le va a importar, si son todos iguales y el hombre ya está más cerca de morirse que de leer libros. La ocurrencia de la muerte próxima de su abuelo la estremece por un segundo: imagina al señor alto, formidable y flaco en un cajón, vestido de vampiro. “Consumido en semanas, fulminante”. Sacude su cabeza, en un gesto que le es cotidiano cuando quiere deshacerse de pensamientos complicados o desagradables. Se dirige a un chico alto y bello que está sentado en un banco, leyendo al sol, saca graciosamente (según ella) el libro de la mochila y le dice, imitando a su personaje favorito de animé:

_ Para vos.

El muchacho estaba leyendo unas fotocopias del CBC y considera que la chica es demasiado rosa y de secundaria como para sentirse halagado por el gesto. El mamotreto huele a vejez y a enfermedad. De repente el sol que le había parecido agradable le resulta insano. Con aprensión, deja el libro sobre el banco y se aleja del lugar.

(El estudiante intentará sin éxito, durante toda su vida, recordar el título del libro que abandonó despiadadamente sobre un banco de una plaza.)

La señora que atendió el portero eléctrico al principio de este relato aparece en la plaza luego y se sienta para tomar un poco de aire antes de seguir caminando. Lo hace en el banco donde está el libro. Tiene que correrlo para apoyar su cartera y sin querer lo tira al piso. Lo mira arrepentida, tan lindo, tan sobadito. “Perdoname, fue sin querer”, dice en voz alta. Lo abraza fuertemente contra su pecho mientras piensa en el calor, en el nene que quedó solo toda la mañana. Sólo le daría de almorzar y volvería al trabajo en la jornada dura que le esperaba. “Ya vendrán tiempos mejores”, piensa porque sí, sin pensar. Repentinamente angustiada, susurra: “Tranquilo, seguro tu dueño te está viniendo a buscar”. Deja el libro sobre el banco y corre hacia su casa.

Una paloma se posa sobre el libro. Un chiquilín que espía desde el balcón de un edificio cercano mira la escena y experimenta unas ganas intensas de dibujarla. Cuando termina el dibujo lo exhibe al aire, para que la paloma lo vea. El libro luce diferente sin el pájaro; el sol de mediodía ya no está para hacerlo refulgente y no se ve especial. “Nos dejaron solos a los dos”, piensa el chico, antes de comenzar un nuevo dibujo.

El abuelo de la chica del principio de este relato camina despacio. El médico le dijo que aprovechara el tiempo para hacer lo que no había hecho, para acomodar bienes, para darse los gustos. “Mientras todavía se sienta bien”. Se pregunta qué podría hacer que no hubiera hecho ya, qué sentido tendría “acomodar sus bienes”. Por primera vez en decenas de años, ve los edificios mientras camina y los mira. Observa el contorno de los árboles, la silueta de la estatua central de la plaza cercana a su casa. Un banco luce invitador; extrañamente hay un libro sobre él. Se sienta complacido y lo toma entre sus manos. En la portada lee con ojos viejos la dedicatoria de ese amigo tan querido, escrita en los tiempos de la universidad, de los sueños y el vozarrón soberbio. Despacito, perturbado ante lo insólito del hallazgo, pasa sus dedos largos y arrugados por la suavidad blanca de las letras impresas. En la página 98 está la pluma de paloma que guardó un día remoto, cuando todavía miraba el mundo con ojos despejados y las chicas le decían que sus poemas eran hermosos. Entre las páginas 110 y 111 está la carta de su primera novia, la que lo abandonó después de que perdieron el embarazo. ¿Cómo hubiera sido ese hijo? “Ya vendrán tiempos mejores”, decía siempre la chica. Lee el papelito con ternura, inundado de autocompasión. En la página 238 está el sobre con los dólares. Hay varias fotos. “Acomodar los bienes”, resuena en el aire. Las biblioteca como caja fuerte. Piensa en los libros que no escribió, en los premios que no ganó, en el amigo que perdió. No hay tiempo para arreglarlo. El chiquilín que dibuja la escena desde el balcón vecino le hace un gesto con la manito, que se parece a un saludo. “Los libros te arrancan del sopor que uno mismo ha creado para poder transcurrir la vida”, dice en voz alta, devolviendo el saludo del niño. “Cuando me muera, ni siquiera permaneceré en una página que valga la pena”. Piensa en la muerte y siente ganas de experimentarla, pero sin tener que morirse. Sacude su cabeza, en un gesto que le es cotidiano cuando quiere deshacerse de pensamientos complicados o desagradables, y comienza a leer.

El niño que dibujó la escena de la plaza, al rato, se duerme. Repetirá en sus cuadros infinidad de veces la imagen del hombre lector, que recordará por siempre. A pesar de las adversidades que sufrirá durante su niñez, será un pintor trascendental.

Ya es muy tarde cuando el hombre se pone de pie y continúa el camino, para devolver el libro a su lugar en la biblioteca y para volver a su casa. Quizás al día siguiente su nieta vaya a verlo, piensa. Tiene ganas de verla y, al mismo tiempo, no tiene ganas.

La señora atraviesa la plaza, minutos después. Pasa ante el banco solitario sin recordar el libro que atesoró sobre su pecho ese mediodía, ciega de cansancio y ansiedad. Una vez en su casa, besa a su niñito dormido. Sobre su cama encuentra el dibujo: un señor leyendo en un banco de una plaza, un sol con una sonrisa y un pájaro. “Búmeran”, escribió el chico, detrás de la hoja. La mujer no lo lee; rendida de cansancio, duerme.

El dibujo cae al piso. Al otro día, la mujer lo levantará y lo guardará cuidadosamente entre las páginas de un libro que elegirá al azar entre los tomos de la biblioteca del lugar donde trabaja, para poder contemplarlo cuando sienta ganas de ver a su hijito y no pueda verlo.

 

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