Lecciones de pirotecnia

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38. Lecciones de pirotecnia

Las calles son de asfalto y están ornamentadas por zanjas de agua verde esmeralda, olorosa. En mi barrio, las calles son de tierra y en las zanjas hay totoras y profundidad suficiente para pescar ranas con la mano. Es diferente el olor. Año nuevo en la casa de mi abuela tiene un hálito de mejora social: hay un arbolito de navidad más alto que yo, dos turbos que no hay que apagar a cada rato para ahorrar electricidad, un cristalero celeste, postre helado y salame de chocolate.

Jackson Pollock: "Convergence"

Jackson Pollock: “Convergence”

Bajo del auto (porque tenemos auto, a pesar de las ranas y las totoras) y pongo mi piececito, calzado con sandalia de estreno, bien en el borde de la zanja. Me resbalo, inevitablemente, y recibo el primer reto de la noche (ya tuve los del día y cayó el sol mientras viajábamos hacia Ensenada mirando el campo y las vacas). A esa edad no me importan mucho; salto, bajo y corro hacia la puerta, que desde que tengo memoria, siempre está abierta.

Adentro están mis tíos, mis tías, mis abuelos. Lo fenomenal es que están mis primas. Lucen vestiditos iguales, preciosas, y yo me muero de envidia por tener uno igual. Nos escapamos hacia el garage de la casa y jugamos a la mancha, a las estatuas, a la escondida. Al rato mi vestido da lástima y mi peinado con hebillitas ni se ve debajo de la maraña de Cachavacha y la transpiración, pero ese reto no es nada al lado del que recibo cuando le doy una patada (sin querer) a un tacho con aceite quemado de algún auto y me caigo sentada encima de una suciedad que me deja media hora en el baño, la piel roja de la refregada con una toalla que queda inservible y disfrazada con un pijama de mi tía la soltera. Las sandalias se salvaron: una pena, las pantuflas de mi abuelo me hubieran evitado las quemaduras con las estrellitas en los dedos de los pies.

La comida no nos importa, ni el pijama: seguimos con los juegos. Hay lechón frío y nos causa gracia mirarle la cabeza. Una tremenda pataleta al hígado experimentada el primer día del año en curso me enseñó para siempre a mirarlo de lejos, así que le pongo un nombre gracioso y le invento una historia trágica que deja llorando a mis primas más chiquitas, que se quedan sin comer. Los grandes se enojan y nos echan; nos encerramos en una pieza y jugamos a verdad-consecuencia, pero como somos todas mujeres y el único varón que hay es mi hermano chiquito, no tiene gracia y nos aburrimos de nuevo. Vamos afuera: es esa época en la que se puede correr por ahí de día y de noche sin miedo. Saludamos a Rogelio, el vecino de al lado, que se ríe como un Citröen 12 cv que no quiere arrancar porque se ahogó. Qué misteriosa es la memoria: recuerdo innecesariamente el nombre de ese señor desconocido y el sonido de su risa sobre la vereda embaldosada, pero no su cara… En mi barrio, todavía no hay veredas ni baldosas.

Cuando se acercan las 12, nos llaman a los gritos. Mis tíos meten una cañita voladora dentro de una botella de vidrio y nos juntamos a ver qué pasa. “Tito, tito, capotito, sube al cielo y pega un grito”, decía la adivinanza de la revista “Anteojito”: iba a ser la primera vez que viera una cañita voladora de cerca, porque a mis papás la pirotecnia no les gusta ni les gustará nada… A esa edad, soy consciente de mis primeras veces con las cosas y las observo con atención. Es un hilito dorado… que se convierte en cobre, y hace un hermoso chistido de espuma. No dura nada; es una gran decepción. En mi barrio, como no hay pirotecnia, la gente sale a los balazos limpios y hay que tener cuidado; acá no. Son las 12 y suena la sirena de los bomberos, que está ahí nomás de la casa de mi abuela. Dos de mis tías sacuden botellas de sidra, las destapan con esfuerzo y arrojan el contenido a la calle, entre risas que no se explican junto al derroche. Los vecinos salen a la vereda con las copas en la mano y se cruzan, se saludan, se ríen; mi tío el más alto agarra un palo y se pone a darle al poste de luz con todas las ganas, como si estuviera loco, ¡pam!¡pam!¡pam! 12 veces. Dice que lo hace porque es la tradición. En mi barrio no hay postes de luz. Yo miro a los adultos comportarse como chicos, con los pies llenos de pancutan y un pedazo de salame de chocolate en la mano. Cuando sea grande me voy a acordar de la escena, de los olores, de los ruidos, del sabor… pero todavía no sé eso.

Cuando se van todos para adentro porque el teléfono repiquetea a lo loco (en mi barrio no tenemos teléfono), me quedo ahí. La botella luce atractiva, tan sola como yo, en el medio de la calle, abandonada. Corro hacia ella y la agarro fuerte del pico, y como quema que pela chancho (es ahí cuando aprendo que las cañitas voladoras calientan las botellas que se usan como soporte para tirarlas al aire y que mis papás tienen razón con respecto a los peligros de la pirotecnia) la revoleo por el aire, sacudiendo la mano quemada que ahora hace juego con los deditos de mis pies, y me corto uno de los brazos y las piernas con los vidrios que salen despedidos hacia todos lados, haciéndome acreedora de unas bonitas cicatrices y de los primeros retos del nuevo año.

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