Por: Fabricio Portelli
Todos sabemos que los excesos no son buenos; incluso, que varios de los alimentos que ingerimos diariamente son perjudiciales para nuestra salud. Sin embargo, seguimos adelante con nuestras costumbres de consumo. Por suerte, el vino tiene un sinfín de atributos, muchos de ellos saludables, que lo despegan de todas las demás bebidas alcohólicas y hasta le permiten ser considerado una parte más de la dieta equilibrada. No obstante, cae dentro de esta polémica la categoría denominada alcohólica. Dejando las enfermedades derivadas del abuso de lado, pongamos el foco en lo que al consumo de vinos respecta. En este sentido, el final de la película todos lo tenemos claro: hay que consumir moderadamente para no dañar nuestra salud. Son tantos los actores involucrados que a veces olvidamos que esta historia tiene un final feliz.
Los que disfrutamos de la buena mesa no concebimos comer sin un buen vino. Es más, seguramente la gran mayoría, como yo, gusta de empezar con un buen trago aperitivo, cerveza o copita de espumante, y concluir la comida con un buen Porto, whisky, grapa u otra delicia destilada. Todo esto sin contar las veces que disfrutamos de una copa lejos de la mesa en ocasiones más informales, ya sea durante el día o en una salida nocturna. Estos hábitos que parecen atentar contra la moderación, en realidad, lo único que hacen es reafirmar que el placer no está en la cantidad sino en la calidad, sobre todo cuando sólo se refiere a vinos. Y si bien la calidad es importante, aquí el concepto cualitativo es más amplio y abarca el momento, la situación, la compañía, etcétera. Partamos de la base de que somos grandes y conscientes de lo que hacemos y de que si lo que buscamos es placer, entonces será muy fácil no equivocarse. Más allá de los estudios científicos que dictaminan la cantidad máxima de consumo posible para cada uno, no es necesario estar con el vaso medidor para saber cuándo nos pasamos de la línea. Para pasarse del límite adecuado con el vino hay que tener esa intención, la cual es la antípoda del disfrute. Entonces, no se trata de una, dos o tres copas de vino por comida. Se trata de disfrutarlo, de hacerlo pausadamente, de comer bien cuando se está bebiendo y de tomar mucha agua para mantenernos hidratados. Es cierto que los vinos de hoy son más alcohólicos que los de antes, pero al mismo tiempo son más expresivos. Su concentración nos permite sentir mucho más en cada respiro, en cada trago, y eso también llena y satisface. Cada sorbo pesa más, inunda el paladar de sensaciones táctiles, gustos y sabores que nos causan placer. Pero ojo que no son los máximos responsables de ello, ya que podemos combinar el goce de cada bocado pensando en cómo se lleva con el vino y así multiplicar las sensaciones. Este despierte de los sentidos que sólo puede provocar la bebida nacional nos permitirá darnos cuenta de los detalles y disfrutar de ellos. Son importantes: la mesa, la vajilla, las copas, la decoración del ambiente y, por supuesto, para tener un momento totalmente relajados y entusiasmados: la compañía. Allí está el secreto del máximo disfrute, ya que en cada encuentro no hay nada más interesante que compartir una charla.
Si bien, en general, se piensa que el vino es un elemento más, si tenemos en cuenta su espíritu y su concepción, entenderemos que es el más importante de todos los elementos casi insignificantes que hacen al disfrute alrededor de la mesa.
Gracias a él, bebiendo en la medida justa, se puede llegar a un clímax especial.
Yo no sólo lo aprendí, sino que cada día que pasa y que me sumerjo más en el fascinante mundo del vino argentino, lo disfruto más, pero siempre en la cantidad adecuada. Por eso, voy a seguir trabajando incansablemente para que todos puedan llegar a sentir el mismo placer que yo siento al beber una copa de vino y para poner de moda la moderación.