Por: Fabricio Portelli
No siempre se realiza el ejercicio de recordar paso a paso. Sin embargo, es importante rememorar la reconversión vitivinícola nacional, que comenzó hace poco más de veinte años y concluyó con un resonante éxito a nivel local y en el ámbito internacional.
Empecemos en 1990, cuando la actividad se encontraba sufriendo el trance más severo en setenta años. Entonces, en medio de lo que parecía un derrumbe imposible de apuntalar, algunas bodegas se dieron cuenta de que la crisis genera oportunidades. El viejo modelo que privilegiaba la cantidad comenzó a cambiar paulatinamente hacia la calidad. Ello posibilitó lentamente el acceso a los mercados internacionales, un ámbito casi desconocido hasta entonces. Como parte de esta metamorfosis de mentalidad, los vinos argentinos empezaron a verse en las ferias, las presentaciones y los concursos enológicos de todo el mundo. Paralelamente, muchos periodistas especializados en enología, provenientes del exterior, empezaron a visitar nuestro país para conocer sus potencialidades, ocultas hasta entonces.
A un ritmo cada vez más sostenido, los años noventa vieron pasar una rápida y profunda transformación. Llegaron nuevos inversores que compraron fincas y bodegas en las principales provincias productoras e incorporaron tecnología de punta. Comenzaron a reordenarse los viñedos a partir de una correcta identificación varietal y en la búsqueda de los mejores sistemas de labranza, riego, conducción, poda y cosecha para cada variedad y cada zona. El mejoramiento de las viñas permitió, en poco tiempo, alcanzar la excelencia de la materia prima. En las bodegas propiamente dichas se hizo frecuente el uso del roble nuevo como fuente de complejidad, lo que amplió el espectro de posibilidades: vinos frescos, vinos complejos y vinos de guarda. La varietalidad pura dio paso a los cortes originales entre cepas, prácticamente ilimitados en un país como el nuestro, poseedor de un parque de cepajes asombrosamente variado. Un simple dato más sirve para señalar lo vertiginoso de este cambio: en 1995 fueron lanzados al mercado los primeros vinos del segmento premium. Así, en menos de diez años, una industria anacrónica y paralizada pasó a ser dinámica, ágil y capaz de producir calidad competitiva a nivel mundial.
En la década del 2000 asistimos a un auge inusitado de la cultura vinícola, que encontró nuevos caminos para adentrarse firmemente en el cúmulo de preferencias íntimas de las personas. Los sectores de negocios afines al vino, como la hotelería y la gastronomía, rediseñaron su perfil profesional para adaptarlo a las nuevas tendencias que exigen un servicio con fuerte orientación enológica. La aparición de vinotecas con atención especializada, o de restaurantes en los que el vino era tratado con veneración y respeto, marcó el inicio de una época en la que se respiró, por primera vez, un saludable aire de profesionalismo en actividades que hasta poco tiempo antes estaban huérfanas de él. No olvidemos, sin ir más lejos, la pobreza que reinaba al respecto décadas atrás, cuando era imposible recibir asesoramiento profesional, encontrar una carta de vinos amplia y bien presentada, o beber un vino a la temperatura correcta. Hoy, en casi todos los rincones de nuestro país, existen sitios relacionados con el vino que son comparables a los mejores del mundo por atención y variedad. Así estamos hoy en día.
Teniendo en cuenta los años de trabajo y esfuerzo que llevó todo aquel proceso, resulta un poco preocupante el desánimo que parece cundir ahora en algunas empresas vinculadas al sector. Entre otros indicios, ello se verifica por el retroceso de nuestro país en varios países vecinos, como Brasil, donde las etiquetas argentinas continúan siendo exitosas, pero donde también están perdiendo algo de presencia, de brillo, de mística, mientras nuestros antiguos competidores recuperan posiciones. Todo esto es muy difícil de definir con certeza, y tal vez prematuro, aunque creo que nadie tiene dudas sobre el desaceleramiento de aquel fenómeno de consolidación que marcamos al principio. Por supuesto, queda claro que en todo el asunto influyen también coyunturas económicas y sociales bastante complejas, pero mi interés es marcar el hecho sin analizar los motivos porque semejante análisis sería muy largo.
El boxeo es un deporte que, más allá de su manifiesta violencia, tiene cierto aire de nobleza. Quien ha ganado la corona de campeón, por ejemplo, no se puede quedar sentado sobre ella durante mucho tiempo. Casi de inmediato aparecen otros boxeadores dispuestos a desafiarlo, y el titular del trono está obligado a medirse con todos, ya que para conservar su corona debe defenderla permanentemente. Así, en la misma posición, están los vinos argentinos, esos que conquistaron el mundo y se llevaron la corona de la mano del Malbec. Ahora hay que salir a enfrentar los nuevos desafíos, sin demora, porque los pretendientes al trono son muchos y están dispuestos a todo.