Por: Fabricio Portelli
Con las elaboraciones concluidas y las crianzas en marcha, muchos se animan a predecir una excelente evolución de los mejores vinos argentinos provenientes de la última cosecha. Los factores climáticos han sido positivos, pero la decisión de las bodegas será el factor fundamental a la hora de determinar el perfil de los productos.
La combinación acertada entre una cepa, el suelo donde se la planta, el clima en que se desarrolla y los cuidados que se le prodigan hasta el momento de la cosecha constituyen un verdadero cimiento de la calidad en todos los grandes vinos del mundo. El ciclo vegetativo de la vid requiere un entorno particular, armónico y equilibrado, en el que sus diferentes etapas se vean afirmadas en la realidad de una viña sana, explotada sin excesos, aquella en la que el productor es capaz de “sentir” a las plantas como a sus propios hijos. La más sabia actitud del viñatero reside en cuidar al máximo el viñedo a la espera de una generosa retribución que, año tras año, llega en forma de frutos ricos y concentrados, llenos de color, aroma y sabor, ideales para producir vinos intensos, expresivos y duraderos. Semejante proceso, bien conocido en sus formulaciones originales, representa el leitmotiv de todas las etiquetas pertenecientes a la alta gama. En nuestro país, el crecimiento del peldaño ha hecho que muchas zonas hayan incrementado notablemente la superficie de viñedos con tan altas aspiraciones de producción.
Para situarnos en el tema, recordemos que se trata de un fenómeno que lleva su tiempo, indefectiblemente. Excepto en los casos providenciales de hallazgos de antiguas plantaciones con ese nivel de calidad, estamos hablando de viñedos nuevos y trabajos intensivos. ¿Qué tan intensivos? En el transcurso de las dos primeras vegetaciones, por ejemplo, aunque el viñedo aún no produzca uvas de calidad suficiente como para ser vinificadas (para ello se requiere de un tiempo mínimo que oscila entre tres y cinco años), el crecimiento de las vides debe ser controlado mediante la llamada poda de formación, destinada a configurar las plantas de manera definitiva para evitar que crezcan de un modo desordenado y asimétrico. Así, los brotes seleccionados mediante la poda forman los cargadores (ramas productoras), que son curvados y atados a los alambres del sistema de conducción para que los racimos se desarrollen de la manera más adecuada. Ya en plena producción, la poda de los viñedos continúa con el fin de mantener el equilibrio necesario entre fruta, ramas y hojas. Esta otra poda, llamada de fructificación o simplemente “poda de invierno”, resulta fundamental para que la planta tenga una vida larga y feliz. Si tales tareas se cumplen metódicamente, la vid puede alcanzar una longevidad asombrosa (y una calidad acorde) y llegar a superar holgadamente los setenta u ochenta años. Esto es muy deseable para los vinos finos de alta gama ya que, a medida que envejecen, las vides comienzan a regular su producción de manera natural y a producir menos cantidad pero mejor calidad de uva.
Todo esto viene a colación porque las inversiones necesarias son, como se puede inferir fácilmente, de largo aliento. Sin embargo, salta a la vista que el trabajo en cuestión viene siendo llevado a cabo desde hace más de una década puesto que la Argentina cuenta ya con una importante cantidad de ejemplares considerados entre los mejores del mundo. Ahora bien, ¿cómo sigue el tema a partir de la cosecha 2012 teniendo en cuenta la necesidad de dar salida a los productos de calidad que tienen aquellos inversores de comienzos de siglo? Independientemente del contexto económico, la naturaleza ha estado, una vez más, del lado de los vinos.
Buen clima para el reto de seguir adelante
De la década pasada, 2009 resultó ser el último año “ideal” por sus condiciones de desarrollo climático, al menos para las mediciones estadísticas. La cosecha 2012, si bien no ha llegado a tanto, tiene una característica obtenida de manera cíclica en casi todas las regiones vitivinícolas del mundo y, casi siempre, considerada positiva: menos cantidad pero buena calidad. En efecto, 2012 se distingue por sus bajos rendimientos, lo cual permitió obtener vinos de gran profundidad y concentración. En las principales áreas mendocinas en las que se desarrolla la elaboración de buenos vinos, una combinación de una helada generalizada y un fuerte viento zonda en plena etapa de brotación provocó pérdidas de un 20 a un 40%, dependiendo de los sectores. No obstante, la vendimia pasada parece ser un claro ejemplo de cómo los rendimientos bajos pueden llegar a determinar una mayor calidad, ya que la concentración de los vinos obtenidos y su equilibrio anuncian un excelente potencial de guarda, especialmente en las zonas del sur del Valle de Uco. Desde el punto de vista puramente numérico, la caída en volumen de Mendoza y San Juan respecto de la cosecha 2011 ha sido del 5% y del 23%, respectivamente. Pero bien sabemos que la disminución de cantidad no es un inconveniente en los peldaños de producción de mayor rentabilidad.
Un aprendizaje que todas las bodegas argentinas acreditan (salvo lamentables excepciones, que son pocas) es que los valores en juego en la franja de vinos muy caros son completamente diferentes a los del resto. Desde los parámetros de producción hasta la comercialización, el packaging y el mensaje de seducción al consumidor, cada paso reviste una filosofía que no se puede mezclar con el resto de las gamas. En esa realidad, cada vez mejor interpretada, los valores negativos de ciertas cosechas pueden ser positivos según se trate de vinos económicos o de vinos costosos. La exclusividad de lo caro, incluso, puede estar dada por un sacrificio enorme de volúmenes (así suele suceder, de hecho), en el que a veces ayuda el mismo clima que produjo graves mermas en términos de kilos cosechados. Por eso, la 2012 resulta muy positiva para la alta gama ya que la disminución de cantidad no tuvo su contrapartida en la buena calidad dada gracias a una madurez buena, prolija, sin mayores sobresaltos.
Cabernet Franc, ¿la nueva vedette?
Con una mayoría de edad decretada por los expertos internacionales más destacados, una imagen que se consolida en el mundo y un consumidor local que podría resurgir de las cenizas de un momento a otro, el vino argentino terminará un año regular y comenzará otro durante el cual, al parecer, los desafíos no se van a detener. Sin hacer foco en coyunturas específicas, todo indica que las condiciones están dadas para que nuestros caldos puedan superar la prueba y seguir adelante en la conquista de mercados compradores y paladares simpatizantes. Tanto optimismo parecería exagerado, pero debemos considerar que, pese a todo, muchos factores le otorgan a nuestras exportaciones importantes ventajas competitivas más allá de los nubarrones de la economía: imagen ecológica (regiones sanas y escasamente explotadas), diversidad varietal (grandes superficies con cepajes poco asequibles en el mundo) y capacidad para producir con precios todavía convenientes. La suma de todo eso, combinada con una política de promoción que tiende a hacerse más efectiva y eficiente, hizo subir las cifras de la exportación en los últimos años hasta ubicarlas en valores inesperados. Es cierto que la embestida experimentada en toda la década 2000-2010 tiende a moderarse, pero ello no impide que el camino esté allanado para continuar afianzando la marca Argentina en el ámbito global. Hace muchos años nos quejábamos de que los vinos argentinos no eran conocidos y ese era el mayor problema para las pretensiones exportadoras. Hoy, en un contexto que evidencia todo lo contrario, deberíamos preguntarnos si las cosas resultan tan desalentadoras como a veces se asegura.
Pero hay otros fenómenos que deben ser analizados. Por ejemplo, una punta de lanza para adentrarse en las estanterías foráneas ha sido el hecho de contar con una variedad emblemática que gusta más allá de cualquier apetencia enológica. En efecto, el “suceso Malbec” llegó a su punto más alto recientemente cuando todos los medios internacionales tuvieron su mirada puesta en nuestra uva de bandera, que goza de un aprecio nunca visto en casos similares como el Tannat uruguayo, el Pinotage sudafricano o el Carménère chileno. Siguiendo luego una línea de “búsqueda varietal”, la implantación y el desarrollo de nuevas uvas practicados durante los primeros años del siglo XXI se detuvieron un poco a finales del primer decenio. No obstante, se puede hablar de un regreso de las variedades no tradicionales en el viñedo nacional según indica el importante número de nuevos lanzamientos y la charla con los referentes de la industria.
Dentro de la tendencia, el Cabernet Franc se perfila como el nuevo foco de interés de las bodegas argentinas. Aunque su superficie de cultivo sigue siendo reducida en comparación con Malbec, Cabernet Sauvignon, Bonarda o Syrah, viene experimentando un avance sostenido en todas las regiones y, lo que es más importante, en el ánimo de bodegueros y técnicos. Amén del crecimiento en los viñedos, es notoria la predisposición de las empresas del ramo para presentarlo –cada vez más– como varietal y no solo integrando cortes. Las gamas de precio que lo transitan, además, tienden a subir, o sea que la variedad de marras parece estar destinada a desempeñar un rol destacado en los escaños exclusivos. Con buen clima y diversidad asegurados, se impone una pregunta casi de rigor: ¿hay espacio para más vinos de alta gama en el mercado doméstico? A esta altura, es evidente que la respuesta se desdobla en dos actitudes bien diferenciadas dentro del sector. Por un lado, algunos establecimientos tienden a contener su crecimiento a la espera de mejores vientos. Otros, en cambio, juegan sus cartas a ganar mercado en vistas de una recuperación en el poder adquisitivo de la gente. No por nada, las empresas con mayores posibilidades de distribución (o sea, las grandes) tuvieron durante todo el año pasado una conducta de “expansionismo marcario”, es decir, un aumento en su oferta de marcas o de etiquetas dentro de una misma marca, con fuerte acento en las franjas premium y alta gama. Basta hacer un rápido recuento de las nuevas inversiones afincadas en territorio nacional en los últimos cuatro o cinco años: más del 70% se concentró casi exclusivamente en los precios más bien elevados.
Al parecer, el mundo es grande y todavía hay nichos para los que hacen las cosas bien, lo que tal vez justifica una visión optimista. Los tiempos venideros representan un gran desafío en la elaboración y la comercialización, sin dudas, en el que entrarán en juego factores de todo tipo, propios y ajenos. Para nuestro país, poco importa no crecer en volumen cuando el objetivo fundamental es crecer en calidad.