Por: Fabricio Portelli
Aunque parezca mentira, la frase más popular del vino ha sido inventada (o al menos inmortalizada) por una persona: Miguel Brascó. Porque fue él quien dejó el expertisse de lado para convencer a los consumidores que el mejor vino es el que más le gusta a cada uno. Esta contundente frase esconde cierta complejidad detrás de tanta simpleza. Porque si bien está claro que todos podemos disfrutar de todos los vinos, también cierto es que existe un universo de vinos, todos diferentes entre sí, y con diversas pretensiones. Por qué hablo de pretensiones y no de calidades. Porque la calidad es algo difícil de medir; sobre todo en esta época en la que todos los vinos, sin importar su segmento de precio, han incrementado sustancialmente su nivel. Y es ese conjunto de “pretensiones” el que determina cómo es un vino, y por ende, cuánto gusta.
Uno de los aspectos más lindos del vino es que participan muchas manos. Sin embargo, hay una cabeza que toma la decisión a la hora de definir el gen de un vino. Puede ser el bodeguero, el enólogo, el agrónomo, un flying-winemaker o un gerente de marketing (previo convencimiento del equipo enológico). Lo interesante y entretenido como consumidor es poder interpretar esas pretensiones. Ya que de su exitosa combinación, dependerá que se plasme el mensaje de cada botella en las mentes, los paladares y corazones de los consumidores. Recordar que en vitivinicultura hay que ser y parecer, si se quiere trascender (y me salió con rima). Ya que el consumidor, tarde o temprano, se da cuenta premiando o castigando con su acto (o no) de compra.
¿Qué es el mensaje de un vino?
Por un lado la intensión que tiene. Porque todo vino quiere agradar y ser elegido con frecuencia, ya sea de la góndola o en el restaurante. Pero hay vinos que encierran muchas cosas más. Como por ejemplo el estudio de una variedad para dar lo mejor de sí; algo que puede llevar muchos años de investigación. El anhelo de descubrir un terroir único en el mundo, con todo lo que ello implica: tiempo, paciencia, recursos, visión y mucha pasión. La pasión por una combinación de variedades y/o lugares o por una forma de vinificar (biodinámica por ejemplo). Respeto, por la tradición o por la evolución. Deseos de llegar más allá, muchas veces transmitidos desde la etiqueta. Y muchos sentimientos; sacrificio, placer, sufrimiento, regocijo, preocupación, felicidad, etc. Como ven, una botella puede también encerrar un mensaje de miles de palabras, igual que un libro.
Un degustador profesional o crítico de vinos puede catar y calificar, es parte normal de su trabajo. Apelará a su experiencia para, primero, descifrar ese mensaje encerrado en la botella. Y luego, recurrirá a las palabras para poder explicarlo. Pero ni siquiera así nos brindará la respuesta precisa de cuánto nos gusta cada vino, porque para que 1 + 1 sea = a 2, falta una parte. Y es la que tiene que ver con el momento de consumo. El ambiente, el estado de ánimo, la compañía, la comida; es decir el entorno en general. Ahí si la cuenta nos da, y cada amante del vino puede tener su propia opinión de cada botella que descorcha. Y si bien muchos están convencidos que una parte es más importante que la otra, a mi me gusta la idea de pensar que ambas se necesitan. Al menos para descifrar completamente el mensaje y disfrutar el vino en plenitud.
En definitiva, hay dos caminos que llevan al mismo lugar: quedarse con el “me gusta”, o recorrer el sendero de la comprensión del mensaje para poder disfrutar y entender cuánto y por qué gusta un vino.