Hace una punta de años trabajé con Hugo Caligaris. Fue mi jefe en La Nación. Ya conté en otro post que por él conocí a Robert Walser. Hugo, lo dije y lo repito, es una de las personas más cultas que conocí en la vida. Cada vez que me tocaba ir a cubrir algo a los Estados Unidos (sobre todo Nueva York y Los Ángeles), Hugo me hacía este encargo: “Si en una librería llegases a ver un libro de Robert Walser, como Walter pero con s en lugar t, Wal-ser, ¿me lo comprarías?”. Nunca pude encontrarle un Walser. Porque si bien se puede pasar por las librerías, los viajes de trabajo tienen su propio ajetreo.
¿Por qué les cuento esto? Porque estoy podrida. Estoy echando humo. Estoy verde. Estoy violeta de que la gente en Twitter le ponga a cualquiera el adjetivo “gran”. Obviamente es una manera lisonjera de tratar al otro, de subirlo a un pedestal, de acomodarse con algún objetivo laboral o social. Cada vez que leo que alguien es “el gran Mengano” me pongo furiosa. Comienzo a repetirme por qué por qué por qué. ¡Qué va a ser “grande” ese! Ese es como vos y como yo, uno más del montón. Por ahí un montón más reducido pero montón al fin. Ese alguien a lo sumo publica, a lo sumo sale en la tele, a lo sumo tuvo suerte o la pegó con algo. Grande era Favaloro que inventó el bypass y salvó millones de corazones.