Por: Adrián Bono
Si nos ponemos a escuchar con detenimiento los discursos de campaña de los candidatos republicanos durante la carrera presidencial de 2012, la historia norteamericana reciente se describe de la siguiente manera:
Había una vez, en los años 90, un presidente demócrata llamado Bill Clinton que llevó a su país a tener un superávit fenomenal. Ocho años después llegó Barack Obama y misteriosamente todo se fue al diablo, seguramente por su culpa. Fin.
Más allá del sarcasmo, esta es exactamente la narrativa que utilizó el partido republicano durante todo el año pasado. El nombre George W. Bush es tóxico. Mortal. Sólo mencionarlo hace que el ciudadano promedio automáticamente recuerde esa década infame, los 00 (¿”los cero” se dice? Horrible.) y se cruce a la orilla demócrata.
El 11 de septiembre, dos guerras impopulares (una de ellas basada en información falsa), expansión descontrolada del gobierno federal y la Gran Recesión. Todo eso es sinónimo de su presidencia.
Los estrategas de campaña que asesoraban a los candidatos les repetían una y otra vez: “no menciones a Bush, no menciones a Bush”. El ex presidente ni siquiera fue invitado, como es tradición, a la Convención Nacional Republicana que el partido realizó en Tampa. En su reemplazo, invitaron a Clint Easwood (?) y aquí no ha pasado nada.
Después vino la espectacular derrota de Mitt Romney en las elecciones de noviembre y una vez más el partido quedó huérfano, sin un líder claro que lograra representar al votante conservador.
En la actualidad los demócratas, aún fortalecidos por la reelección de Obama, ya comienzan a tantear la posibilidad de candidatear a Hillary Clinton en 2016, sobre todo tras descubrir que los sondeos la posicionan como la figura política más popular del país, incluso más que el mismo Obama.
Pero como por suerte (y tal como demuestra la historia), el electorado tiene memoria selectiva, los republicanos ahora creen haber encontrado al futuro mesías, aquel que puede sacar al partido del pantano y llevarlo de nuevo a su apogeo. Un hombre de la política, con un currículum inmaculado, atractivo para la comunidad latina, de ideas innovadoras y con los contactos necesarios para navegar por las aguas turbulentas de la presidencia.
Sin embargo hay un detallito difícil de ignorar: es el hermano de George W. Bush.
John Ellis “Jeb” Bush tiene 60 años y es el ex gobernador de Florida. Desde que hace unos meses empezó su gira por el país para promocionar su nuevo libro “Immigration Wars” y anunció que podría candidatearse, la maquinaria republicana se mueve a máxima velocidad para descubrir si Jeb es presidenciable.
Y la realidad es que su currículum cerraría herméticamente en las trincheras conservadoras, si no fuera porque su apellido es sinónimo de calamidad. No sólo va a ser un objetivo muy fácil de atacar en un futuro debate presidencial. Según los sondeos hechos en los últimos años, las políticas económicas de su hermano George (así como su presidencia) aún son detestadas por la mayoría de los estadounidenses. Más de un 60% de la población también dice estar en contra de su decisión de invadir Iraq en 2003.
Y claro, Jeb dice no preocuparse por el fantasma de su hermano, todavía presente en los votantes. Pero en su potencial candidatura no va a ser fácil convencerlos. Todavía ni siquiera se lanzó y ya viene con altibajos tras enfurecer a algunos con políticas energéticas progresistas y a otros con políticas migratorias conservadoras, algo que le juega en contra al partido republicano en sus esfuerzos por cooptar al votante latino.
Bush está casado con una mexicana, lo cual le suma puntos políticamente (si está casado con una mexicana obviamente debe ser latino-friendly, ¿no?). Imaginaos el horror de la mayoría republicana al leer que en su flamante libro, Bush se declara en contra de la reforma migratoria que ambos partidos apoyan fervientemente en un esfuerzo por ganarse el amor incondicional de los trabajadores indocumentados (grupo compuesto mayormente por latinos), y que de aprobarse los beneficiaría con un camino más fácil a la ciudadanía.
Cuando se dio cuenta de que se le había prendido fuego el rancho (hoy no estoy académico chicos, sepan disculpar), Jeb cambió de posición una vez más y dijo que en realidad sí estaba a favor de la reforma, sólo que su libro había sido escrito el año pasado, antes de que el partido republicano saliera a apoyarla abiertamente.
O sea… lo que dice el libro no es lo que pienso pero comprenlon igual, OK?
Jeb Bush se enfrenta a una dicotomía: o representa los ideales del partido republicano, lo que alienaría a los votantes independientes que pueden darle los votos necesarios para una victoria o, en un esfuerzo por distanciarse de su hermano, se presenta como un republicano moderno con ideas transformadoras en áreas como reforma inmigratoria y energía sustentable, lo que alienaría al núcleo duro de su partido.
Cualquiera sea el camino que elija Jeb Bush – si es que finalmente decide elegir – va a ser una carrera cuesta arriba, más aún si esa carrera es contra Hillary Clinton. Si de comparar presidencias se trata, el legado Clinton hace pedazos al legado Bush. Y si nos basamos en elecciones pasadas, vale recordar que un Clinton ya le arruinó a un Bush sus sueños de reelección tras ganar la presidencia en 1992.
En 2016 la carrera por la Casa Blanca podría definirse entre dos apellidos que representan dos modelos de país en las antípodas, al menos en lo que a política doméstica se refiere.
Estén atentos. Si el hermano de George acepta el desafío, parece que se viene Bush vs. Clinton.
Y saquen el pochoclo. Va a ser un Celebrity Deathmatch de antología.