Por: Constanza Crotto
Como les conté hace un par de días, la semana pasada partimos los cuatro de vacaciones a Córdoba. Pasamos unos días increíbles en la sierras, un clima ideal, los chicos contentos, nosotros felices, todos chochos. Casi casi que no hubo “peros”, aunque tengo que tocar un tema no menor que nos desbordó completamente y que merece un párrafo aparte.
El viaje en auto fue una verdadera tortura. El de ida, el de vuelta: viajar demasiadas horas con bebes no es para nada agradable. Al menos, ese es nuestro caso. Partimos bien temprano, cinco de la mañana, para que los chicos pudieran dormir las primeras horas. Sin embargo, no logramos el cometido y desde el kilómetro cero todos parecíamos búhos, con los ojos bien abiertos, observando cómo el paisaje urbano le daba paso al rural.
Digamos que a las dos horas ya empezaron los quejidos. Algunos gritos leves, llantos sin lágrimas. ¿Sueño? ¿Hambre? Probé con mamadera, preparada in situ, con el enchastre característico. Error garrafal: el primer mareado vomitó y el llanto se acentuó (y el olor se impregnó en cada rincón del auto).
Pero como mis mellizos jamás se ponen de acuerdo, la hora siguiente fue el turno de Pedro, que tuvo un ataque de llanto por aburrimiento, cansancio, claustrofobia o lo que fuere. Y, como uno no puede hacer oídos sordos, saqué mi primer as bajo la manga: los juguetes se desparramaron por todo el auto.
Si estuvieron quince minutos callados y entretenidos fue mucho. Y de nuevo los llantos. Ay, qué tortura. “Paremos a tomar el desayuno”, propuse, para airearnos un poco y mover las piernas. Lo que antes era una parada para tomar un café con medialunas, ahora se convirtió en parada para cambiar pañales, dar mamaderas y tragar una galletita en la cola del baño.
En fin, vuelta a cargar a mis príncipes en sus butacas. “Están cambiados, comidos. Ahora, ¡duerman!”. Y por fin el silencio, escuchar música de grandes y conversar sin alaridos en el medio. Pero el solazo matutino nos jugó una mala pasada y despertó a Salvador, que se encargó de estirar el brazo y tirarle la oreja a Pedro y…otra vez sopa.
“Vamos que falta poco, cada vez menos. Sólo 300 km, lo que son ¿tres horas?”. Turno del DVD portátil que gentilmente me prestaron. Turno también del segundo vómito del mareado. Y llantos. De los bebes. Y míos también. Porque nada me da más impotencia de escucharlos llorar y no poder hacer nada. Esta vez opté por la resignación: oídos sordos hasta que los llantos y gritos se convirtieron en música para mis oídos.
Pero, como les conté al principio, el viaje fue un éxito, disfrutamos muchísimo así que intentaré que estas nueve horas (sí, nueve) de viaje en auto no opaquen los días de paz.
Ahora, apelo a sus consejos bondadosos. A ver mamás y papás. ¿Son para ustedes los viajes una tortura? ¿Cómo apaciguan a sus indios? ¿Algún tip para esta mamá desesperada?